Inteligencia emocional

Algo poco conocido de las personas migrantes

Según el Diccionario de la Real Academia de la  lengua española, migrante es un adjetivo, también usado como sustantivo, aplicado a personas, cuyo significado es que migra. Y migrar, según la misma fuente, es trasladarse desde el lugar en que se habita a otro diferente. Esto es, dejar de estar en un lugar para estar en otro.

Puestos a extrapolar, podríamos decir que migrantes somos todas las personas cuando vamos a trabajar o estudiar cada día – habitamos durante un gran número de horas fuera de nuestro entorno más íntimo -, cuando participamos en algún viaje nacional o internacional – vacaciones, períodos de intercambio, bien por estudios, bien por trabajo, voluntariado, misiones, etc.-, cuando abandonamos el hogar familiar para emanciparnos o independizarnos, cuando hacemos mudanza por cambio de domicilio, etc.

Dentro de este grupo destacan de forma bien definida cinco colectivos con denominaciones específicas: quienes se desplazan por estudios (estudiantes en programas de movilidad), para disfrutar de sus vacaciones (turistas), quienes lo hacen por motivos profesionales: prácticas o misiones laborales en empresas u organismos internacionales (personal expatriado – los deportistas ocuparían un subgrupo con características propias), quienes colaboran en proyectos de cooperación y ayuda al desarrollo sobre el terreno (voluntariado) y aquellas personas que dedican su vida a la solidaridad y a la difusión de un mensaje religioso (misioneras y misioneros). Disponer de un sustantivo para definirlos e identificarlos, además del hecho de que tarde o temprano y, fundamentalmente cuando lo deseen, siempre podrán volver, los aleja del concepto de migrante. En el resto de los casos – desplazamientos cotidianos cortos, mudanzas, independización familiar, etc. – ni siquiera se nos plantea considerarlos como tales.

Una característica común a los cinco grupos diferenciados y etiquetados, y otros afines, aparte de tener un nombre propio, es la planificación y organización de sus desplazamientos – despedida y acogida incluidas -, de su regulación y cobertura legal, de sus  tiempos de estancia en destino, de las tareas a realizar, así como de su alojamiento y manutención, seguros médicos, de accidente, etc. con la correspondiente dotación económica mínima indispensable – habrá quien, no sin razón, desearía puntualizar más en detalle este aspecto – para hacer frente a todos los gastos derivados.

En este sentido, hasta el Foro Económico Mundial (World Economic Forum) recoge en un breve artículo las 11 cosas que se aprenden viajando y lo inicia con un viejo proverbio chino: Quien regresa de un viaje no es la misma persona que partió. Los consejos básicos que da resultan interesantes y útiles para el tipo de desplazamientos descritos.

Hechas las aclaraciones previas, si por el contrario aplicamos un criterio reduccionista, de orden geográfico con dimensiones difusas, denominaremos como migrantes exclusivamente a aquellas personas que se desplazan desde su lugar de origen – pueblo, ciudad, región, territorio, país, estado, continente – a otro en el que permanecerán durante un tiempo indeterminado, más largo que corto, y con escasas – o nulas – posibilidades de retorno.

En este caso también encontramos algunos sustantivos para definir subgrupos, entre otros: inmigrantes, emigrantes, apátridas y refugiados, cada colectivo a su vez subdividido en legales e ilegales. Los legales, aunque con dificultades, consiguen finalmente integrarse en mayor o menor medida en alguno de los grupos presentados más arriba. Los ilegales son triste portada de nuestros medios de comunicación día tras día, además de vergonzante arma arrojadiza de políticos de cualquier signo, reflejo de la irresponsabilidad colectiva de estados y sus asociaciones y, para colmo, pasto de las mafias que se aprovechan de su desgracia para obtener pingües beneficios traficando con vidas.

Homero consagró en la antigüedad la figura del migrante en Ulises (Odiseo). El rey de Ítaca, tras veinte años alejado de su hogar, los diez primeros como combatiente triunfante en la guerra de Troya y los restantes superando problemas y difíciles obstáculos y pruebas mientras intentaba regresar, ha inspirado a la psicología de finales del siglo XX (Joseba Achotegui Loizate en la década de los 90) para definir el trastorno de estrés crónico y múltiple, específico de la población migrante, asociado a las cuantiosas y variadas experiencias de duelo a las que se ve sometida, así como a las dificultades que debe superar para adaptarse a los nuevos contextos vitales: el síndrome de Ulises. (Recomiendo la lectura de Regreso a Ítaca de Arantza Echaniz Barrondo).

Adela Cortina ha acuñado un término que recoge magistralmente nuestra actitud frente a los distintos tipos de migrantes y despacha de un plumazo los prejuicios populistas que presuntos mal llamados políticos modernos pretenden inculcarnos: Aporofobia, el rechazo al pobre (Ediciones Paidós, 2017). Lo que nos aterroriza no son los migrantes, sino los pobres. Migrantes, al fin y al cabo, somos todas las personas del planeta.

Cuando nos vamos, nuestra vida continúa lejos de nuestra gente, pero la suya también, sin nosotros. Cuando volvemos no somos quienes se fueron. Tampoco quien se quedó permanece igual. En nuestro recuerdo lo que fue no es más que eso, un recuerdo – seguramente idealizado – de algo que no volverá a ser. Lo que todo migrante acaba experimentando lo reflejó Facundo Cabral en su canción:

No soy de aquí, ni soy de allá
No tengo edad, ni porvenir
Y ser feliz es mi color
De identidad

 

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