Cuando vivía en Colombia escuché una vez a un amigo cachaco (natural de Bogotá) contar el siguiente chiste, ejemplo del proverbial ingenio que tienen los colombianos para reírse de sus propias desgracias y que resume la tragedia que asola al país suramericano desde los albores de la historia: Cuando Dios creó el mundo, dice, decidió alumbrar una tierra bendecida por montañas, llanos y desiertos, productora de café, oro y esmeraldas, bañada por océanos y caudalosos ríos y en la que se erigirían, ante la envidia universal, ciudades coloniales de deslumbrante belleza. Ante las quejas del resto de los países por el trato favorable que se dispensaba a Colombia, Dios respondió: “No se preocupen. Para nivelar las cosas voy a llenarlo de colombianos”.
Siempre he pensado que aquel chiste, contado al calor del ron durante una parranda vallenata, no hacía justicia a un pueblo como el colombiano, hospitalario, cálido y amante de la vida y la fiesta. Colombia goza ahora de una inmejorable oportunidad para remediar las seculares carencias y desajustes que han alimentado una larga y aciaga cultura de la violencia que los “violentólogos” colombianos asemejan a las capas de una cebolla y que algunos remontan a la lejana Guerra de los Mil Días de finales del siglo XIX y principios del XX. Diez años después del fallido proceso de paz del Cagúan (1998-2002), el gobierno de Colombia volverá a sentarse en la mesa de negociación con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), una de las guerrillas más antiguas del mundo, para intentar poner fin a un conflicto armado que ha sembrado el país de muertos y malgastado los enormes recursos económicos y humanos del país.
Aunque las FARC acudirán a la mesa militarmente debilitadas y diezmadas por las deserciones, el presidente Juan Manuel Santos ha advertido que el camino no será fácil. La desconfianza de la mayoría de los colombianos hacia una guerrilla que no ha dudado en utilizar el secuestro, los coches bombas indiscriminados en las ciudades y el narcotráfico para intentar doblegar al Estado es profunda. La guerrilla esta vez ha dado muestras de realismo práctico y parece consciente del arcaísmo que supone su mera existencia en un país que bien podría convertirse en uno de los más prósperos de Latinoamérica. Prueba de que los tiempos son otros, el gobierno supuestamente de derechas de Santos ha aprobado una ley de restitución de tierras y de reparación a las víctimas del conflicto, una vieja demanda de una guerrilla supuestamente de izquierdas. Quedan sobre el tapete escollos muy difíciles: el narcotráfico (Estados Unidos, el mayor consumidor de cocaína del mundo, tiene su responsabilidad en el conflicto), la resistencia de los sectores conservadores del establecimiento de Bogotá a la paz (“sin guerrilla, el presupuesto nacional cambia de prioridades”, escribe Alfredo Molano en El Espectador), el paramilitarismo o la futura desmovilización de los combatientes.
La raíz principal del conflicto, a fin de cuentas, ha sido la ausencia de Estado en la Colombia profunda, lo que ha condenado al olvido, al abandono y a la violencia a millares de Macondos desperdigados por una tierra rica en recursos. El diplomático noruego Jan Egeland, ex delegado de la ONU durante las conversaciones de paz de la era Pastrana y cuyo gobierno será el anfitrión de los nuevos diálogos que empezarán el mes que viene en Oslo, dijo entonces que la paz imperfecta era preferible a la guerra perfecta. Dependerá de los colombianos, esos a quienes Dios parecía tener cierta ojeriza en el chiste, reconciliar las tres Colombias y enterrar la guerra perfecta.
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