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Olor a pan en Palestina

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Mahmud Darwix escribió en un poema que pese a la cárcel, la muerte y los invasores había razones de sobra por qué vivir en Palestina, como “los titubeos de abril, el olor del pan al amanecer”.

Sesenta y cinco años después de la resolución que decretó la partición de la histórica Palestina (dando pie a la nakba, o catástrofe del éxodo de más de 700.000 refugiados palestinos que siguió a la creación del Estado de Israel) Palestina ha obtenido el reconocimiento de la ONU como “Estado observador no miembro” pese a la vehemente oposición de Israel y su aliado Estados Unidos.

Más allá de su enorme valor simbólico (el reconocimiento de facto por parte de la comunidad internacional de que Palestina es un estado soberano), la resolución concede a los palestinos un mayor perfil en sus intervenciones durante las reuniones de la ONU, aunque todavía no podrán votar en las sesiones de la Asamblea General.

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Más significativamente, el cambio puede traer importantes implicaciones políticas y legales: los palestinos podrán dirigirse a la Corte Penal Internacional (CPI) para denunciar presuntos genocidios, crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad cometidos por las autoridades de Israel (léase las operaciones en Gaza, donde han muerto niños y familias enteras bajo las bombas), o a otros organismos, como la Agencia Internacional de la Energía Atómica.
Sobre el terreno habrá pocos o ningún cambio: la ocupación de Cisjordania y los puestos de control no desaparecerán, el crecimiento de los asentamientos judíos y la demolición de casas en Jerusalén Este no se verán frenadas, Gaza permanecerá prácticamente bloqueada y la construcción del muro de separación seguirá su curso.

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Dirigentes palestinos, para quienes la resolución supone un “certificado de nacimiento”, han argumentado que tras el voto Israel ya no podrá designar los territorios palestinos como “tierra en disputa”, un reconocimiento de los límites de antes de la guerra de 1967. Israel, por su parte, ha querido restar trascendencia a la resolución, reiterando que la creación del Estado de Palestina no está mas cerca e instando a los palestinos a regresar a las negociaciones de paz “sin precondiciones”.

Pero pese al júbilo que ha desatado el voto entre los palestinos, es innegable que el tiempo de los dos Estados, uno judío y otro árabe, se acaba. Sin la decidida mediación de Estados Unidos, el llamado proceso de paz será un viaje a ningúna parte. Los palestinos seguirán pasándose de generación en generación las llaves de sus casas demolidas, viviendo en ese limbo existencial que Darwix definió como “no estar vivo ni muerto, no ser ni no ser”, en tanto que Israel vivirá cada vez más aislada política y demográficamente y en perpetuo estado de guerra.

Expulsado de su tierra en 1948, Darwix (por cierto, su traductora al castellano, la arabista Luz Gómez García, ha ganado esta semana el Premio Nacional de Traducción), hizo del exilio y el despojamiento una patria interior. El aeropuerto es un país para quien no tiene país, dejó escrito antes de morir en Houston en 2008, un lugar donde “nadie me pregunta quién soy, nadie se fija en mi andar vacilante, en el botón que le falta a mi abrigo, en la mancha de aceite de mi camisa”.

Quizá estemos ante la última oportunidad.

Los otros

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“Mi estrategia es bastante sencilla y consiste en ir tras los malos”, concluyó ufano Mitt Romney, el aspirante del Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos, durante el tercer y último cara a cara televisivo con Barack Obama, centrado en política exterior.

Mas allá de algún que otro fuego fatuo verbal y diferencias de forma más que de fondo entre los dos candidatos a las elecciones del próximo 6 de noviembre, el debate de la madrugada del lunes sirvió para dejar claro la visión del mundo de la primera potencia, entendida siempre como la defensa de sus intereses nacionales. Según el New York Times, Irán fue mencionada más de 45 veces, Israel y China más de 30 veces cada una, Afganistán 29 veces y Mali al menos tres veces.

Tanto Obama como Romney sacaron a colación Siria, Egipto, Libia, Irak y Pakistán como ejemplo de los logros o fracasos de la diplomacia norteamericana, según quien hablara. Llamó mucho la atención que Europa, sumida en una crisis existencial, política y económica sin precedentes, fuera en cambio mencionada una sola vez, aunque no se habló siquiera del euro. Et l´Europe dans tout ça? – se preguntaba incrédulo el diario francés Libération.

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Pese a las consecuencias planetarias que tiene la elección del inquilino de la Casa Blanca, serán al final un puñado de votantes en los llamados swing states (Ohio, Florida, Wisconsin, Iowa, Virginia, Nevada y New Hampshire) los que decantarán el resultado y lo harán con la vista puesta en la economía y el desempleo. A fin de cuentas, como demostró el famoso slogan de Clinton, “es la economía, estúpido” y no la compleja política internacional la que aúpa o derriba presidentes.

Quien haya viajado en coche o en Greyhound por las interminables carreteras del interior de los Estados Unidos se hará una idea de lo lejos que queda el mundo para el votante medio de la América profunda.

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Según cifras del Departamento de Estado, menos del 40 por ciento de los norteamericanos tienen pasaporte – lo que significa que dos de cada tres norteamericanos no pueden viajar a sus vecinos Canadá y México.

¿Es indiferente el americano medio a lo que ocurre más allá de sus fronteras? Un reciente estudio del Foreign Policy Institute parece desterrar ese tópico: el 92.2 por ciento de la población cree que EEUU debe desempeñar un papel importante en la escena mundial.

A menos de 15 días para el voto, las encuestas colocan a Obama y Romney en un virtual empate, aunque dieron al primero como ganador del debate en política exterior.

Obama ha apostado por la diplomacia y el multilateralismo. Huyendo de la sombra de George W. Bush, Romney ha procurado presentar un perfil moderado y centrista. Pero quizás a algunos les traiciona el subconsciente.

¿A quién se referirá el mormón y multimillonario Romney cuando hablaba de “los malos”? Decía Albert Camus que el malo siempre acaba siendo “el otro”, el que no es, ni piensa ni reza como nosotros.

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La violencia sectaria vuelve a arder en Líbano estos días, y Amin Malouf, el autor de León el Africano, anda por Madrid promocionando su último libro. En una entrevista con El País, Malouf, defensor del mestizaje de las culturas, dice que vivir juntos “es algo muy complicado, que necesita ser gestionado con sutileza, lucidez y perseverancia”. Ahí queda todo dicho.

Vieja barbarie, nueva barbarie

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Desposeído, arruinado física y espiritualmente por la barbarie que asolaba Europa, su obra pasto de las llamas en hogueras públicas en Alemania, Austria y Francia, el escritor vienés Stefan Zweig (1881-1942) se quitó la vida en su exilio en Brasil sin ver el final de la noche de la II Guerra Mundial. Setenta años después, el comité del Nobel otorga el premio Nobel de la Paz a la Unión Europea por sus logros en la “reconciliación entre las naciones” del continente. ¿Un brindis al sol por un club lastrado por la melancolía y la parálisis, aquejado de una crisis económica y social y en riesgo de ruptura?

Ante la esquizofrenia existencial que sufre la Europa de hoy, no sería ocioso recordar el legado intelectual y vital del autor de El mundo de ayer. Memorias de un europeo (colección Acantilado), una conmovedora autobiografía para entender las luces y sombras del siglo XX y de Europa, el continente de Goethe y Proust pero también de Verdún y Auschwitz. “Hoy una guerra entre Francia y Alemania sería inimaginable”, dice el comité del Nobel, recordándonos que Paris y Berlín se han enfrentado en tres guerras en setenta años.

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Quizás la barbarie de hoy no se encuentre agazapada en las trincheras cavadas a lo largo de las orillas del Rin ni tras las alambradas de los campos de concentración, sino en el tsunami que amenaza arramblar con el Estado del bienestar, las clases medias, la solidaridad y la cultura, y convertir Europa en un erial dividido entre ricos y pobres a merced de los poderes financieros sin ley ni rostro.

El FMI, la OCDE y el Foro Económico Mundial han alertado de los graves peligros sociales y económicos derivados de la creciente desigualdad entre ricos y pobres en nuestras sociedades desarrolladas. Sólo en España el poder adquisitivo de los salarios han regresado a niveles de hace casi 30 años.

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Con el paro y la desesperanza, despiertan viejos fantasmas del pasado: ondean banderas neonazis y se apalean inmigrantes en Grecia; en España vuelve el hambre secular y parten al Norte otra vez trenes con mano de obra; se acusa de insolidaridad a Berlín, Helsinki o Ámsterdam.

Hijo del viejo humanismo de Erasmo y cosmopolita convencido, Zweig fue testigo de un tiempo luminoso e irrecuperable de la cultura europea junto con Rilke, Joyce, Strauss o Válery, pero que acabaría también despeñándose por el abismo de las guerras y los totalitarismos. En una Europa menguante donde vuelven las fronteras, los recortes en el nombre de la austeridad alcanzan el símbolo de la construcción europea, las becas Erasmus. En España, donde la crisis se ceba con la investigación, el profesorado, el cine o las academias de música, la aportación al programa Erasmus se verá reducido en un 60 por ciento en 2013. ¿Es posible imaginarse una universidad sin la promesa de pasar un año de intercambio en Burdeos, Coventry, Dublín o Colonia?

El mundo de Zweig, uno de los primeros best-sellers de las letras, se empezó a derrumbar definitivamente tras la primera Gran Guerra con la inflación salvaje, el miedo, la desconfianza generalizada hacia los políticos y el ascenso en Alemania de un agitador llamado Hitler. La UE es el resultado del más ambicioso proyecto de paz desde entonces.

Quizás el antídoto contra el nuevo “sálvese quien pueda” y la voracidad de los oscuros intereses especulativos se encuentre en dos viejas ideas europeas: la ciudadanía y la política, entendida esta última no como clientelismo, sino como gobierno de la polis y del destino de los hombres frente al determinismo de los dioses y sus magos. ¿Habrá querido guiñar un ojo el comité Nobel a la cansada Europa al otorgarle el galardón?

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La alternativa, como lo vio Zweig, es la muerte de Europa y la barbarie. O el regreso al tribalismo. Ese mismo tribalismo con el que se envuelve tan a menudo el lenguaje del fútbol, el tenis o el baloncesto cuando se enfrentan selecciones nacionales en el campo de juego. Esta noche juegan España y Francia (ay) y, claro, la 1 de TVE retransmitirá el partido con la alharaca de un duelo. Apagaré la televisión; igual escucho a Bach o veo una película de Bergman.

Esperando a Gerda

Gerda

Acabo de leer una interesantísima biografía de Gerda Taro, fotógrafa de guerra, corresponsal, mujer libre, compañera y amante de André Friedmann, con quien creó el mítico personaje de “Robert Capa”, el nombre ficticio bajo el que ambos firmaron indistintamente algunas de las fotografías más memorables de la Guerra Civil española.

Gerda murió arrollada por un tanque en la batalla de Brunete en 1937 a los 26 años y André, que se quedó ya con el nombre de Robert Capa, perdería la vida en Indochina al pisar una mina en 1954 luego de haber cubierto la II Guerra Mundial, convertido en una leyenda que devoró a “la pequeña rubia” Gerda, a quien nunca olvidaría.

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Hay, en algunas de las fotos que nos llegan desde Siria estos días, un eco de esa fuerza poética que tenían las de Gerda y André cuando con sus cámaras Leica retrataban el rostro de la barbarie en España, la misma denuncia del horror, como si las guerras a lo largo de la historia fueran siempre la misma: refugiados que marchan a la frontera, el niño aterrorizado que abraza a la madre sin comprender lo que ocurre a su alrededor, ciudades desoladas bajo las bombas.

Refugiado

Jóvenes, apasionados y con un final trágico, Gerda y André simbolizan el glamour y el amor por el riesgo que rodean al mito del reportero de guerra, compartiendo en el Madrid asediado hoteles y veladas con Hemingway, Dos Passos, Alberti y otros.

Pero fueron sobre todo (más Gerda que él) idealistas que pensaron que con sus cámaras podían cambiar el mundo y detener la marcha del fascismo en Europa. En sus fotos en blanco y negro, parece siempre brillar entre los escombros y las sombras la llama de la dignidad humana. “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad”, escribió John Donne en un poema que inspiró a Hemingway el título de su novela de la Guerra Civil española Por quién doblan las campanas.

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Durante años, la figura de Gerda vivió injustamente bajo la sombra de Capa, pese a que fue ella irónicamente quien le enseño a sacar fotos y a “vestir como un dandi”. Pionera del fotoperiodismo, su vida y trabajo han sido redescubiertos recientemente con libros (Gerda Taro: La sombra de una fotógrafa, de François Maspero), películas, como la excelente La Maleta Mexicana, de Trisha Ziff y exposiciones, como la que organizó este año el Museo de Bellas Artes de Bilbao.

El trabajo del reportero de guerra es captar la esencia del horror. Si muere el viejo y gran Periodismo a manos de la rentabilidad empresarial, desaparecerán los testigos. Y una guerra sin testigos, sin Gerda o André o Manu Leguineche o tantos otros, es como una guerra que nunca ha sucedido. ¿Quien retratará la barbarie?

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Cada vez que acudía al frente, Gerda sabía que jugaba con fuego y que el aliento de la muerte respiraba en su nuca, pero siempre estuvo dispuesta a dejarse la vida por aquello en lo que creía. Según la organización Reporteros Sin Fronteras, en lo que va de 2012, han muerto 44 periodistas en todo el mundo. Otros tuvimos más suerte.

Cuando veo las fotos de Siria me acuerdo siempre de mi amigo y fotógrafo Namir, asesinado por un helicóptero artillado de los Estados Unidos en Bagdad a los 22 años mientras trabajábamos en Irak. O de mi amigo y fotógrafo Ricardo en Guatemala, muerto antes de llegar a los 40. O de Gerda, bella y eternamente joven, recuperada felizmente de la maleta de la historia.

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La primavera árabe en su laberinto

Decía Pessoa que todo comienzo es involuntario. ¿En qué momento empezó todo? Los historiadores dicen que la primavera árabe empezó el día en que Mohamed Bouazizi, un licenciado en informática tunecino de 26 años y sin trabajo, se inmoló a lo bonzo después de que la policía le confiscó su puesto de verduras. Aquel gesto desesperado prendió la mecha de unas revueltas que han derribado dictadores y socavado los pilares de varias autocracias en el Norte de África y Oriente Medio.

Visto lo visto – guerra civil en Siria, la creciente presión social en el Egipto de los Hermanos Musulmanes para que las mujeres se cubran con hiyab o los asaltos a las embajadas de Estados Unidos – los escépticos podrían verse tentados a parafrasear a Zavalita, el personaje de Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa, y preguntarse: “¿En qué momento se jodió la primavera árabe?”

Lo que pasa es que al igual que ocurre en todas las historias de la Historia, ésta se está haciendo a tropezones (y ante nuestros televisores o pantallas de ordenador). Y las primaveras, ya se sabe, no sólo traen sol, polen y libertad; también provocan alteraciones, alergias, sarpullidos y, en algunos casos, reacciones violentas.

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En el corrimiento de tierras que vive la región, laicos, nostálgicos del antiguo régimen, islamistas radicales, grupos de intereses etc etc, se han lanzado a una lucha abierta por el poder, a través de elecciones en el caso de Egipto y Túnez o a través de las armas como es el caso en Libia o Siria. De hecho, esta primavera-verano-otoño árabe no ha hecho más que empezar. Las piezas siguen moviéndose. Las protestas anti-estadounidenses contra el dichoso trailer (al parecer la película es tan mala que ni existen copias) sobre la figura de Mahoma han puesto de manifiesto que si bien la espontánea marea reformista y tuitera de Tahrir y otras plazas árabes pilló por sorpresa a los locos de Dios del integrismo islámico, éstos últimos no han desaparecido. No deja de llamar la atención que los radicales que atacaron las embajadas norteamericanas en El Cairo, Bengasi, Túnez o Jartum, azuzados desde los púlpitos de las mezquitas, no pasaran de los cientos pese a todo el humo que han levantado.

Los millones de manifestantes que anegaron las calles de capitales árabes en el 2011 y 2012 no lo hicieron para cantar consignas a favor de Palestina o impelidos por agravios de una supuesta representación denigrante de Mahoma, sino para protestar contra algo más prosaico como el desempleo, la pobreza, la corrupción y el descrédito de las endogámicas élites políticas y económicas que han sumido a sus súbditos en un círculo vicioso. (Léase el último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo UNPD para una radiografía de la región y la necesidad de elaborar un nuevo contrato social). Esa brisa primaveral está ahí, en Rabat, Damasco, Riad, y gobierne quien gobierne, tendrá que escuchar esas reivindicaciones.

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La utilización de la religión y las supuestas agresiones de un arrogante Occidente (la memoria y la historia juegan mucho aquí) contra el Islam sirven en estos casos como coartada perfecta para ocultar los problemas reales y como espitas por donde la población puede soltar su frustración como si de un gas tóxico se tratara. No deja de ser curioso escuchar a Hassan Nasrallah, líder del partido-milicia chií libanés Hizbolá (Partido de Dios, en árabe), apuntarse a la guerra santa contra la película de Mahoma, mientras mantiene un silencio clamoroso sobre las matanzas (de musulmanes) en la vecina Siria.

Una amiga egipcia que participó con fervor en las protestas de Tahrir del año pasado me dijo hace poco que había perdido la fe en la revolución, desencantada como estaba con la ascensión al poder de los Hermanos Musulmanes y de la resistencia del ejército a entregar cuotas de poder. Pero mirar a la reciente historia de su país, dice, le produce sensación de vértigo.

Como enseñan en las Facultades de Periodismo, la crónica periodística es sólo el primer borrador de la Historia. Mientras escribo esta, la Historia de la primavera árabe sigue haciéndose.

La guerra infinita de Colombia

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Cuando vivía en Colombia escuché una vez a un amigo cachaco (natural de Bogotá) contar el siguiente chiste, ejemplo del proverbial ingenio que tienen los colombianos para reírse de sus propias desgracias y que resume la tragedia que asola al país suramericano desde los albores de la historia: Cuando Dios creó el mundo, dice, decidió alumbrar una tierra bendecida por montañas, llanos y desiertos, productora de café, oro y esmeraldas, bañada por océanos y caudalosos ríos y en la que se erigirían, ante la envidia universal, ciudades coloniales de deslumbrante belleza. Ante las quejas del resto de los países por el trato favorable que se dispensaba a Colombia, Dios respondió: “No se preocupen. Para nivelar las cosas voy a llenarlo de colombianos”.

Siempre he pensado que aquel chiste, contado al calor del ron durante una parranda vallenata, no hacía justicia a un pueblo como el colombiano, hospitalario, cálido y amante de la vida y la fiesta. Colombia goza ahora de una inmejorable oportunidad para remediar las seculares carencias y desajustes que han alimentado una larga y aciaga cultura de la violencia que los “violentólogos” colombianos asemejan a las capas de una cebolla y que algunos remontan a la lejana Guerra de los Mil Días de finales del siglo XIX y principios del XX. Diez años después del fallido proceso de paz del Cagúan (1998-2002), el gobierno de Colombia volverá a sentarse en la mesa de negociación con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), una de las guerrillas más antiguas del mundo, para intentar poner fin a un conflicto armado que ha sembrado el país de muertos y malgastado los enormes recursos económicos y humanos del país.

Botero 1 Los diálogos del Caguán, que cubrí para la agencia Reuters, arrancaron con grandes esperanzas. Me acuerdo de una frase del entonces presidente Andrés Pastrana, pronunciada durante la apertura formal de las conversaciones: “Colombia no puede seguir siendo tres países en uno: un país que mata, otro país que muere y otro país que mira para el otro lado”. Luego vino un momento que pareció inspirado por el realismo mágico: El ya desaparecido Tirofijo, el huraño campesino que fundó las FARC como milicias de los sin tierra en los años 60, desgranó una larga lista de agravios que incluyeron las famosas gallinas y marranos que el gobierno de la época le arrebató, y que según él, le empujaron a empuñar el fusil y echarse al monte. La fiesta del Caguán terminó en lágrimas, sin ningún avance concreto, con el ejército retomando la zona desmilitarizada que sirvió de escenario de las conversaciones y las FARC huyendo en desbandada hacia la jungla. Un grupo de periodistas que viajamos a la zona para cubrir la ofensiva militar quedamos atrapados entre el fuego del ejército y los retenes de la guerrilla y tuvimos que ser evacuados en helicóptero. (Ingrid Betancourt fue secuestrada a menos de un kilómetro de donde estábamos nosotros y estuvo en manos de las FARC seis años hasta que fue liberada.)

Aunque las FARC acudirán a la mesa militarmente debilitadas y diezmadas por las deserciones,  el presidente Juan Manuel Santos ha advertido que el camino no será fácil. La desconfianza de la mayoría de los colombianos hacia una guerrilla que no ha dudado en utilizar el secuestro, los coches bombas indiscriminados en las ciudades y el narcotráfico para intentar doblegar al Estado es profunda. La guerrilla esta vez ha dado muestras de realismo práctico y parece consciente del arcaísmo que supone su mera existencia en un país que bien podría convertirse en uno de los más prósperos de Latinoamérica. Prueba de que los tiempos son otros, el gobierno supuestamente de derechas de Santos ha aprobado una ley de restitución de tierras y de reparación a las víctimas del conflicto, una vieja demanda de una guerrilla supuestamente de izquierdas. Quedan sobre el tapete escollos muy difíciles: el narcotráfico (Estados Unidos, el mayor consumidor de cocaína del mundo, tiene su responsabilidad en el conflicto), la resistencia de los sectores conservadores del establecimiento de Bogotá a la paz (“sin guerrilla, el presupuesto nacional cambia de prioridades”, escribe Alfredo Molano en El Espectador), el paramilitarismo o la futura desmovilización de los combatientes.

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La raíz principal del conflicto, a fin de cuentas, ha sido la ausencia de Estado en la Colombia profunda, lo que ha condenado al olvido, al abandono y a la violencia a millares de Macondos desperdigados por una tierra rica en recursos. El diplomático noruego Jan Egeland, ex delegado de la ONU durante las conversaciones de paz de la era Pastrana y cuyo gobierno será el anfitrión de los nuevos diálogos que empezarán el mes que viene en Oslo, dijo entonces que la paz imperfecta era preferible a la guerra perfecta. Dependerá de los colombianos, esos a quienes Dios parecía tener cierta ojeriza en el chiste, reconciliar las tres Colombias y enterrar la guerra perfecta.

Habitación con vistas en Damasco

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Veo las imágenes de combates y columnas de humo elevándose sobre la capital siria y no puedo dejar de pensar en mi habitación con vistas en Damasco, un ático en la parte vieja de la ciudad entre el café al-Nufara y la Mezquita de los Omeyas, donde residí un caluroso verano en mis días de estudiante de árabe. ¿Vive el régimen del Presidente Bashar al-Asad sus últimos días? Asharq al-Awsat, el diario pan-árabe editado en Londres, pronostica que con la eliminación del ministro de Defensa y el jefe del servicio de inteligencia en un espectacular atentado en el centro de Damasco la semana pasada, el presidente y su círculo alauí caerán antes de que acabe el Ramadán a finales de mes. Pese al corte en la yugular del régimen, el presidente tratará de resistir, apoyándose en su superioridad militar y en la inoperancia de la dividida comunidad internacional, con Rusia y China oponiéndose a cualquier condena.

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Corren rumores de que Asad, el urbano oftalmólogo formado en Londres y convertido en heredero por accidente del despótico y cleptómano clan familiar tras la misteriosa muerte de su hermano mayor, ha huido a la Mediterránea Latakia, feudo de la minoría alauí, para preparar su defensa final. En sus desesperadas horas finales, Gadafi también escapó a su ciudad natal, Sirte, antes de morir linchado por sus captores. ¿Le espera la misma suerte a Asad? ¿Pero qué pasará después de Asad? Los alauíes – una rama del islam chií que representa el 10-12 % de la población en un país donde las tres cuartas partes son suníes – temen que el colapso de Asad suponga no sólo el fin de sus privilegios, sino un peligro para su supervivencia si se desata un sangriento ajuste de cuentas; emparentados con Asad, cómplices de sus crímenes y convertidos en parias internacionales, la consigna entre los arrinconados acólitos del régimen es resistir o morir, no abandonar el barco aunque se hunda. ¿Se abrirá la caja de Pandora de la violencia sectaria a escala regional, armas químicas sin control y mareas de refugiados?

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La Siria de Asad no es el Egipto de Mubarak ni la Libia de Gadafi. No está claro si la primavera siria traerá las semillas de la democracia a Damasco o un cataclismo de imprevisibles consecuencias. Aliada de Irán y Hezbolá (el partido de Dios libanés), enemiga acérrima de Israel, Siria y su precario futuro se antoja un polvorín de intereses, una partida de ajedrez en la que juegan Rusia, China, Arabia Saudí, Catar y, claro, Estados Unidos. ¿Se quedarán de brazos cruzados los vecinos de Siria si el país se cuartea a la yugoslava? La emergente Turquía, aspirante a una suerte de nueva pax otomana en la región, está moviendo sus fichas. En todo caso, cualquier transición siria no será un camino de rosas: en Estambul cubrí una reunión de la heterogénea oposición siria en la que los delegados terminaron a mamporros entre insolubles desavenencias sobre una Siria post-Asad.  Como apuntó en un reciente informe Chatham House,  el prestigioso think-tank londinense: “Cualquier solución a largo plazo tendrá que hacer frente a sus causas profundas, que, como en los demás países árabes que experimentaron  revoluciones durante el año pasado, incluyen el desempleo, la corrupción y el aumento de precios de los alimentos”.

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Mientras se deshoja la margarita, los habitantes de Damasco, la ciudad habitada más antigua del mundo, esperan, esperan, esperan, como en la película Casablanca. Las calles del viejo centro de Damasco – “hermosa como siempre, como una perla bajo el sol de la mañana”, la describió T.E. Lawrence, el Lawrence de Arabia, en su  monumental Los siete pilares de la sabiduría – aparecen desiertas, sus bulliciosos bazares ahora cerrados y demudados por el miedo.Damasco cerrado

Me acuerdo del alborozo que subía desde la calle a mi habitación con vistas, mientras en el frescor de la tarde repasaba los pedregosos verbos árabes: las voces afanosas de herreros, carpinteros, barberos, zapateros, aguadores, camareros, portadores de ascuas para las nargiles de los cafés, limpiabotas, contadores de historias, vendedores de shwarma, de fruta, de aceitunas, de azafrán, de pimienta…Desde ese mismo ático se oirá estos días el estruendo de las bombas y la artillería.