Bueno, pues resulta que no solo los profesores del colegio nos simplificaban mucho las cosas porque a mí (y a mis compañeros), en la carrera -de Arte, eh- también nos las simplificaron.
En casi todos los libros nos decían que la mayoría de las esculturas que nosotros llamábamos griegas eran, en realidad, copias romanas de originales griegos. Nos explicaban que, como las primeras estaban hechas en bronce, se habían perdido con el paso de los siglos y de otras gentes que ya no apreciaban tanto el arte griego como un buen cañón, por ejemplo. Evidentemente, refundidas en otras cosas. Sin embargo, las copias romanas, en mármol, se habían conservado, con suerte sin muchos desperfectos, hasta nuestros días.
A partir de ahí, estudiábamos -y estudiamos- a los autores griegos en base a las copias romanas. Lo que no nos solían decir, ni estaba tan clarito en los libros, era que, en realidad, no hay casi ninguna certeza de que, esas que nosotros considerábamos fieles copias de los grandes: Mirón, Policleto, Lisipo, Praxíteles…, se pareciesen, ni remotamente, a los originales.
Y como ésta, muchas otras. Que si el Hermes de Olimpia de Praxíteles, al que le han estudiado el diseño de las sandalias y no sé cuantas cosas más y parece que no es del siglo IV a.C. sino helenístico. O el famosísimo Laocoonte, que resulta que igual no es una escultura helenística, hecha en Rodas, en el siglo I a.C., sino que se hizo en Roma, para el mercado imperial, en el siglo I d.C.
El único consuelo que nos queda, después de tanto estudio, es pensar que a otros antes que a nosotros, y mucho más leídos y escribidos, que diría aquel, les paso lo mismo. Y, para muestra, un botón. Johann Joachim Winckelmann, allá en el siglo XVIII, dedicó sus máximos halagos al Apolo del Belvedere. Según él la expresión perfecta de la belleza y de la maestría del clasicismo de la antigua Grecia. Pues bien, hoy sabemos que la escultura, de nuevo, es, probablemente, una copia de un original griego hoy perdido.