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El ensayo de ballet en el escenario de Degas

                                               

Degas se sitúa en uno de los laterales del escenario del Teatro de la Opera para mostrarnos un momento del ensayo, posiblemente los instantes previos a la orden de inicio del director, mientras las bailarinas estiran los músculos y calientan individualmente. Las muchachas se van sucediendo en profundidad, distribuyéndose ordenadamente sobre el espacio. Para no dejar escapar ningún detalle tuvo que realizar unos veinte estudios previos de figuras, demostrando sus deseos de triunfar. Bien es cierto que las jóvenes bailarinas no llegaban a ser grandes estrellas sino que en su inmensa mayoría tenían que ofrecerse a los hombres que las cortejaban para conseguir obtener una mayor ganancia. Uno de esos hombres puede ser el que está sentado al fondo de la composición, observando a las jóvenes antes de iniciar su ensayo.

Las muchachas del cuadro, sentadas o de pie, se comportan como si nadie las estuviera observando: bostezan, se rascan, se estiran, se comportan con naturalidad satisfaciendo sus necesidades físicas. Era este encanto de las muchachas lo que fascinaba a Degas. Un encanto que descubría en ellas cuando estaban esperando a entrar en escena y también bailando, en esos momentos de felicidad a otro nivel. No era el encanto innato, sino la gracia aprendida de la bailarina que se olvida de sí misma y se entrega por completo a su arte.

Cuando Degas murió en 1917, a la edad de 83 años, nos dejó alrededor de 1200 cuadros y esculturas, entre los que 300 por lo menos representan, a bailarinas: practicando en la barra, vistiéndose, descansando o como aquí, durante una prueba en el escenario que no está completamente iluminado. Gracias a Degas, el ballet se hizo celebre como tema pictórico, precisamente en una época en la que vegetaba miserablemente entre las artes del espectáculo.

La historia del ballet había comenzado tres siglos antes como una forma de la representación cortesana, escenificada para glorificar al soberano. En general eran hombres los que ejecutaban aquellos pasos ceremoniosos. Habría que esperar a que la danza fuera practicada por profesionales para que se admitiera a las mujeres. Durante la época romántica eclipsaron a los hombres por su ligereza, que parecía desafiar las leyes de la gravedad. Con la nueva técnica de la danza sobre puntas, encarnaban mejor las figuras románticas de elfos, espíritus y hadas. Sus compañeros quedaron relegados a segundo término, su papel consistía sobre todo en sostener a las bailarinas, elevarlas y acrecentar todavía más su triunfo y levedad.

Pintando solo bailarinas, ni un solo bailarín, el pintor seguía los gustos de su tiempo. Los nuevos impulsos del ballet vinieron de San Petesburgo cuando se presentó la música de Tchaikovsky. Habría que esperar al siglo XX para que se volviera a aclamar la figura del bailarín.

La ligereza que se impuso con el romanticismo, liberó a las bailarinas de todo peso inútil en sus trajes y calzado. Para moverse por el escenario con la gracia de un elfo, no tenían que llevar nada que les estorbara: las zapatillas de ballet perdieron el tacón y la plataforma, el traje se redujo a un corselete sin mangas y una falda amplia de muselina blanca. Esta falda se ahuecaba con cada cabriola, pronunciando todavía más la sensación de ligereza. Al principio la falda llegaba hasta media pierna pero en la época de Degas ascendió hasta la rodilla.

Iker Landeta: