Ellos músculos, ellas nalgas y caderas

En anotaciones anteriores me he referido a los rasgos masculinos y a las presiones selectivas que los han podido moldear. Hay diversidad de puntos de vista al respecto. Lassek y Gaulin (ver “Ellas los prefieren musculosos”) sostienen que la musculatura masculina es consecuencia de la presión selectiva motivada por la preferencia femenina por hombres musculosos. Esto es, en el curso de la evolución humana, habrían sido las mujeres las que escogían pareja, no limitándose a ser sujeto pasivo de la elección masculina. Se trataría así de un caso de selección sexual. A mí esta idea me suscita la duda de que si las mujeres elegían hombres musculosos, eso sería por alguna razón; quizás con más masa muscular la familia estaba mejor defendida y el varón proporcionaba más alimento a su progenie, dos factores clave del éxito reproductor (supervivencia y recursos). Por lo tanto, en esa hipótesis subyace la idea de que también operaba la selección natural, aunque la selección sexual actuaría como refuerzo.

Por otro lado está el punto de vista de David Puts (ver “Selección sexual masculina ¿Más atractivos o más agresivos?”). Puts propone que en la especie humana el mecanismo básico de selección sexual quizás fue el enfrentamiento entre machos para excluir a los competidores (otros posibles reproductores). En  favor de su propuesta señala que los caracteres masculinos son más adecuados para competir por las hembras luchando que para cualquier otra forma de selección sexual. La musculatura, la fuerza, la agresión, y la fabricación y uso de armas habrían permitido a nuestros antepasados varones vencer en las contiendas por las mujeres. Además, la voz grave y el pelo facial serían señales de dominancia y no tanto rasgos atractivos para las hembras.

L. M. DeBruine y cols. (ver “Los hombres que gustan a las mujeres”), por su parte, sostienen que cuando hay riesgo de contraer enfermedades infecciosas, las mujeres prefieren varones con rasgos más masculinos, a pesar de que esos varones tienden a ser más promiscuos, a buscar más parejas y a no asumir compromisos duraderos. Bajo esas circunstancias las mujeres preferirían varones que provean buenos genes a su progenie, aunque ello comporte mayores costes para ella a la hora de criarla. Por el contrario, cuando no es probable que la salud vaya a constituir un problema grave para la progenie, prefieren varones que inviertan en la familia o, expresado en otros términos, “buenos padres”, porque los “buenos genes” no son tan necesarios en esas sociedades. La contradicción con las conclusiones de Lassek y Gaulin estriba en que éstos contraponen“muscularidad” a calidad del sistema inmune (defensas frente a agentes infecciosos), y sin embargo, para DeBruine y cols., ambos rasgos irían ligados y serían resultado de los “buenos genes”.

Y dejo para el final la opinión que considero más sugestiva. Me la dió Ambrosio García Leal a través de facebook. Ambrosio García Leal es la persona que en España más sabe de selección sexual y del valor adaptativo de los rasgos de la sexualidad humana, incluidos los más conspicuos. Su ensayo “La conjura de los machos” constituye una referencia obligada en este tereno.

Transcribo, a continuación, su comentario: “En relación con este tema, habría que tener en cuenta que la potencia muscular del Homo sapiens moderno es menor que la de sus antecesores (e incluso la de los chimpancés: una hembra de chimpancé típica vencería fácilmente al varón medio en un pulso). Por eso pienso que la relativa escasez muscular de la hembra humana debe verse como una adaptación y no como una “carencia”.

Ambrosio García Leal, en una charla dada en mi facultad sobre estas cuestiones, señaló que dado el escaso dimorfismo sexual propio de nuestra especie, no era muy probable que la lucha entre machos para excluir a los otros machos del acceso a las hembras haya sido el principal mecanismo de selección sexual de los machos. Puso como ejemplo a los gorilas, especie en la que se produce la exclusión reproductiva del resto de los machos por parte del macho dominante, y en la que se da un marcado dimorfismo sexual. En su opinión, en los varones de nuestra especie sí se ha dado selección sexual, pero era una selección basada en la competencia espermática. Ello sería consecuencia de la monogamia imperfecta como a su juicio cabe calificar nuestro sistema de apareamiento. [Para una explicación detallada conviene leer su libro.]

Lo que me interesa ahora de su punto de vista es la idea de que el dimorfismo sexual humano no ha de verse como el resultado de un gran desarrollo muscular en los machos, sino como una pérdida de la musculatura femenina. Y sostiene que esa pérdida sería una adaptación. Aunque no lo he contrastado con él directamente, supongo que considera que, en el curso de la evolución humana, en las hembras se ha sustituido parte de la masa muscular por otros tejidos y esos tejidos sólo pueden ser las reservas de grasa depositadas en nalgas, muslos y caderas, que son las que proporcionan al cuerpo femenino las curvas que lo hacen tan característico (ausentes en otras hembras primates) y que tanto gustan a los varones heterosexuales. En definitiva, como señalé en la anotación anterior, los recursos que dedican los hombres a construir músculos los destinan las mujeres a almacenar grasas. Y como vimos hace tiempo (ver “Curvas femeninas(IV)”), parte de esas grasas acaban en los cerebros de la progenie.

La cuestión es compleja; los puntos de vista, diversos; las hipótesis, sugestivas, y los datos no suficientemente concluyentes. ¿Quién da más?

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