Archivo por días: 14 febrero, 2011

En casa de Mubarak

Datos del viaje: dos horas y media en taxi desde El Cairo / Precio: 280 libras egipcias (35 euros al cambio)

La provincia de Minufiya es patria de presidentes. Allí nacieron Anuar El Sadat y Hosni Mubarak. Salimos de El Cairo en dirección a Kfar-El Meselha para visitar el pueblo del último rais. Enfilamos por la carretera nacional y tras salir de la capital comienza el rosario de pequeños pueblos agrícolas del Delta del Nilo. Una carretera infernal que se abre paso entre casas de ladrillo y adobe. A derecha e izquierda campos de trigo y patata. Siguiendo en paralelo el curso del Nilo entramos en Bagur bajo un gran arco con la foto del ex presidente Mubarak dándonos la bienvenida. A su lado el cacique local, Kamal Al Shazli, mano derecha del rais y dirigente destacado del partido del régimen fallecido en noviembre del pasado año. En cada rotonda el rostro de Mubarak sigue presidiendo el tráfico rodado. Aquí nada parece haber cambiado.

A la salida de Bagur recogemos a un vecino que espera el autobús hacia Kfar-El Meselha. Se llama Abda Raboli y trabaja en el campo, como la mayor parte de hombres y mujeres en la provincia de Minufiya. “Desde que empezó la revolución la gente se ha vuelto loca y aprovecha el caos administrativo para construir sin permisos, nos vamos a quedar sin superficie de cultivo”, lamenta antes de asegurar que “no soy un seguidor de Mubarak, pero me da pena la forma que han tenido de echarle. Se merecía una salida más digna”.

Tras cruzar el Nilo entramos en las calles sin asfaltar de la aldea natal del rais. Abda nos acompaña hasta la escuela de educación primaria donde cursó sus primeros estudios. El centro parece parado en los años treinta y los pupitres son los mismos que ocupó el entonces joven Hosni. “Tenemos 250 alumnos, pero desde hace dos semanas no hay clase, esperamos empezar la próxima semana”, confiesa la directora mientras nos sirve té y discute con otras profesoras la salida del poder de Mubarak. Una foto del ex presidente con 52 años preside el aula. “No la vamos a quitar hasta que lo ordene el ministro de Educación”, responden al unísono las maestras que tienen sensaciones contradictorias. “Era la única solución posible porque si hubiera seguido algo terrible les podía haber pasado a los miles de jóvenes de Tahrir”, piensa una de ellas. “Pero no son formas, este hombre ha dado los últimos sesenta años de su vida al país·, reflexiona otra compañera.

Sin acabar el té suena el teléfono y la directora anuncia que en breve llegará alguien de seguridad y que le han advertido por teléfono que no podemos tomar fotos ni grabar imágenes. El agente se persona inmediatamente y tras pedir las acreditaciones nos informa que necesitamos una serie interminable de permisos para seguir con la entrevista. “No han cambiado el chip, es la misma forma de pensar que durante el régimen y la gente sigue llamando a la Policía si ve un extranjero, piensan que todos sois espías de Israel”, lamenta mi traductor.

Dejamos la escuela y en apenas dos minutos caminando entre el polvo llegamos al número tres de la calle Abdulaziz Basha Fahmi, la casa de los abuelos del rais. “El nació en un establo que estaba frente a la casa. Tenía una dependencia para animales y otra para la familia”, asegura un anciano mientras señala a un edificio de tres plantas que ocupa el lugar del antiguo establo. En la casa de la familia Mubarak vive desde hace dos décadas la familia Bekir, que paga un alquiler de quinientas libras al mes, 62 euros al cambio. Tienen miedo de hablar con la prensa. Hussein Omar, residente en el número cuatro de la misma calle, sí quiere contar que “nací aquí hace 45 años y juro que desde el año 1973 Mubarak nunca ha vuelto a pisar este pueblo. No disfrutamos de un trato especial porque hubiera nacido aquí, todo lo contrario porque aquí nos faltan los servicios mínimos”, se queja amargamente.

La multitud se agolpa a las puertas de la casa de Hussein. Aquí no es habitual ver extranjeros. En Kfar-El Meselha no sienten una especial atracción por su ilustre vecino, pero tampoco echaron cohetes con su salida. Es el sentir general en el gran Egipto rural y conservador, otro mundo paralelo al caos urbanita.

La caída de mi Mubarak

Fue lo primero que hice cuando volví al hotel. Me acerqué a la recepción y miré a la parte izquierda del mostrador. Allí estaba. Con su media sonrisa, el pelo impecable y con esa luz en la parte superior que le daba un aire barroco. Habían pasado cinco horas del anuncio de su dimisión, pero Hosni permanecía en las paredes. Daba la impresión que la gente no terminaba de creerse lo que había pasado, que aun había miedo a que todo fuera un bulo más de los que habitualmente retransmitía la televisión egipcia, un montaje de ida y vuelta para probar la lealtad del pueblo.

Por la mañana no he tardado un minuto en rendirle visita. Ya no estaba. Lo único que queda de Hosni es la diferencia de tonos en la pared. Se dibuja perfectamente el contorno del enorme rectángulo que ocupaba la foto del rais, ahora blanco inmaculado frente al tono amarillento del resto de la pared.

No viví la caída de Sadám. Mientras su estatua caía yo hacía diagramación en mi mesa de El Diario Vasco y me moría de envidia. Pude informar de la caída de Musharraf en primera persona, llegué a Túnez dos días después de la salida de Ben Ali y estos días he llorado de emoción junto a mi traductor y guía espiritual, Mustafá, la caída de Mubarak. Me he dado cuenta de que no hay formato periodístico que pueda de verdad reflejar lo que esto supone. O quizás me falte arte. O quizás es que estas cosas es mejor quedárselas para uno mismo. Estaba a punto de empezar a comer el jueves en un callejón próximo a Tahrir cuando el vicepresidente Suleyman apareció en pantalla y anunció la caída del régimen. El grito de Alá Akbar que salió de la boca, los ojos y el estómago de Mustafá es irrepetible. Jamás mis oídos habían percibido este tipo de alarido, un grito de dolor y placer, un impacto directo en mi cara de ‘periodista de conflictos’ que paga su hipoteca gracias a las desgracias de esta gente que ha sufrido la mitad de su vida.

Entré en radios, hice directos para televisión, grabé el momento para hacer un vídeo -y  mi cámara salió seriamente dañada, quizás más acostumbrada a las desgracias que a las alegrías-, escribí una crónica para el periódico desde la mismísima plaza a la luz de una farola… ahora lo repaso todo y me doy cuenta de que el trabajo no refleja ni una mínima parte de todo lo que me pasó por el corazón en esos momentos.

“¿Dónde habéis dejado el retrato?” He preguntado al tipo de la recepción. “No lo sé, cuando he llegado ya no estaba”, me ha respondido antes de perderse en el fondo del mostrador. Mañana voy a ver si alguien me explica el paradero de esos ojos que durante treinta años han sido una especie de Gran Hermano que todo lo controlaba en esta recepción.