La caída de mi Mubarak

Fue lo primero que hice cuando volví al hotel. Me acerqué a la recepción y miré a la parte izquierda del mostrador. Allí estaba. Con su media sonrisa, el pelo impecable y con esa luz en la parte superior que le daba un aire barroco. Habían pasado cinco horas del anuncio de su dimisión, pero Hosni permanecía en las paredes. Daba la impresión que la gente no terminaba de creerse lo que había pasado, que aun había miedo a que todo fuera un bulo más de los que habitualmente retransmitía la televisión egipcia, un montaje de ida y vuelta para probar la lealtad del pueblo.

Por la mañana no he tardado un minuto en rendirle visita. Ya no estaba. Lo único que queda de Hosni es la diferencia de tonos en la pared. Se dibuja perfectamente el contorno del enorme rectángulo que ocupaba la foto del rais, ahora blanco inmaculado frente al tono amarillento del resto de la pared.

No viví la caída de Sadám. Mientras su estatua caía yo hacía diagramación en mi mesa de El Diario Vasco y me moría de envidia. Pude informar de la caída de Musharraf en primera persona, llegué a Túnez dos días después de la salida de Ben Ali y estos días he llorado de emoción junto a mi traductor y guía espiritual, Mustafá, la caída de Mubarak. Me he dado cuenta de que no hay formato periodístico que pueda de verdad reflejar lo que esto supone. O quizás me falte arte. O quizás es que estas cosas es mejor quedárselas para uno mismo. Estaba a punto de empezar a comer el jueves en un callejón próximo a Tahrir cuando el vicepresidente Suleyman apareció en pantalla y anunció la caída del régimen. El grito de Alá Akbar que salió de la boca, los ojos y el estómago de Mustafá es irrepetible. Jamás mis oídos habían percibido este tipo de alarido, un grito de dolor y placer, un impacto directo en mi cara de ‘periodista de conflictos’ que paga su hipoteca gracias a las desgracias de esta gente que ha sufrido la mitad de su vida.

Entré en radios, hice directos para televisión, grabé el momento para hacer un vídeo -y  mi cámara salió seriamente dañada, quizás más acostumbrada a las desgracias que a las alegrías-, escribí una crónica para el periódico desde la mismísima plaza a la luz de una farola… ahora lo repaso todo y me doy cuenta de que el trabajo no refleja ni una mínima parte de todo lo que me pasó por el corazón en esos momentos.

“¿Dónde habéis dejado el retrato?” He preguntado al tipo de la recepción. “No lo sé, cuando he llegado ya no estaba”, me ha respondido antes de perderse en el fondo del mostrador. Mañana voy a ver si alguien me explica el paradero de esos ojos que durante treinta años han sido una especie de Gran Hermano que todo lo controlaba en esta recepción.

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