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Qué está pasando en Kirguizistán

Kirguizistán es una pequeña república centroasiática en los suburbios del avispero afgano. Por eso, y por el desconocimiento occidental de una parte del planeta demasiado tiempo oculta bajo el telón de acero, es fácil para los medios recurrir a las tensiones interétnicas para explicar la oleada de violencia y la consecuente catástrofe humanitaria. Ya se sabe, kirguises y uzbekos: en 1924, Lenin desterró a miles de familias uzbekas a Kirguizistán y los pastores nómadas que vivían en yurtas desde tiempos inmemoriales comenzaron una difícil relación con los recién llegados, vistos como mercaderes acaudalados desde los albores de la Ruta de la Seda.

Soldados kirguizes patrullan la ciudad de Osh, junto a la frontera de Uzbekistán (AP Photo/Alexander Zemlianichenko).

Soldados kirguizes patrullan la ciudad de Osh, junto a la frontera de Uzbekistán (AP Photo/Alexander Zemlianichenko).

Sin embargo, la política, la influencia de las grandes potencias, la pobreza y la corrupción son factores fundamentales para entender qué está pasando realmente en Kirguizistán. En 2005 este pequeño país fue escenario de una de esas “revoluciones de colores” a la occidental: la naranja de Ukrania, la de las rosas en Georgia… y la “revolución de los tulipanes” de Kirguizistán. Esos movimientos patrocinados por la UE y los EEUU ayudaron a derrocar a los líderes post-soviéticos que se habían acomodado en estructuras corruptas y autoritarias. Pero Kirguizistán demuestra que lo que vino después no era mucho mejor. La revolución de los tulipanes derrocó al presidente Askar Akayev y dio paso a un gobierno liderado por Kurmanbek Bakiev, que rápidamente se deslizó por el mismo derrotero que su antecesor. Colocó a toda su familia en las estructuras del poder e intentó ampliar sus competencias presidenciales. Además intentó cerrar la base de la OTAN sin éxito. Los EEUU le ofrecieron más dinero a cambio y Bakiev aceptó, lo cual le valió de golpe la desconfianza de Washington y la enemistad de Moscú. Y entonces comenzaron las desapariciones de disidentes, el cierre de periódicos y el fraude electoral denunciado por organismos internacionales.

Y la gota que colmó el vaso: la crisis, la subida de precios y los cortes de luz y gas. En un país como Kirguizistán, entre las montañas y la estepa, que te corten el gas en enero puede significar directamente la muerte. Y es lo que ha ocurrido este invierno. Las revueltas de abril en la capital Bishkek se saldaron con 85 muertos y la huída del presidente Bakiev, actualmente refugiado con su familia en Bielorrusia.

La espantada de Bakiev dejó en su lugar un gobierno provisional liderado por una mujer, Roza Otunbayeva. Pero la desconfianza, el clima de rebelión social y la división del gobierno provisional han llevado a Kirguizistán al caos y a un vacío de poder que alimenta a agitadores y oportunistas.

Las matanzas de Osh y Jalalabad comenzaron el viernes pasado, dicen, tras una bronca en un casino. Otunbayeva acusa a Bakiev de instigar al odio étnico, y los uzbekos de esas dos localidades aseguran que un miniejército de jóvenes kirguises armados con armas automáticas desataron la locura de violaciones de mujeres, asesinatos, saqueos e incendios de casas. No se sabe con certeza cuántos han muerto, pero sí se sabe que casi todos son uzbekos. Por ello, decenas de miles de refugiados, la mayoría mujeres y niños, han cruzado ya la frontera de Uzbekistán.