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Cadenas, pan y agua

Hay que salir de Kabul a primera hora para poder regresar antes del anochecer. El camino a Jalalabad, 150 kilómetros al sureste de la capital, es el mismo que va a Pakistán y constituye la principal ruta de abastecimiento de las fuerzas de la OTAN. Por lo tanto es objetivo de los grupos insurgentes que tienen el control de las zonas rurales de Afganistán.

El fotoperiodista Diego Ibarra (Zaragoza, 1982) prepara sus cámaras e inicia el camino hacia el santuario Alí Baba Mia, un viaje directo a un lugar donde poder retratar sin filtros algunas de las consecuencias ocultas de tres décadas de conflicto en el país asiático. El lugar se encuentra más allá de Jalalabad, se trata de un pequeño complejo formado por el santuario donde descansan los restos del santo sufí, un cementerio y una decena de celdas donde enfermos mentales y drogadictos buscan la curación.

Las familias llevan a los suyos guiados por la fe en la figura de Ali Baba Mia. El milagro de la sanación pasa por un tratamiento de choque en los que los pacientes pasan cuarenta días encadenados a la pared a base de pan y agua, una terapia que busca limpiar cuerpos y mentes de todo mal.
Mental illnes in Afghanistan: the invisible consequences of war

“Es un lugar que da miedo, miserable y donde los enfermos sobreviven en condiciones durísimas“, recuerda Diego que ha visitado el santuario en dos ocasiones como parte de un amplio proyecto sobre centros psiquiátricos que desarrolla en Afganistán y Pakistán para mostrar las huellas menos visibles de los conflictos en la región. “El impacto es brutal, pero la prisa apremia porque hay que trabajar con rapidez antes de que se difunda en el área la noticia sobre la presencia de un extranjero, todo un caramelo para los insurgentes”, apunta el fotoperiodista aragonés. Esa brutalidad se plasma en las fotografías en blanco y negro de Diego donde el grito de los enfermos traspasa el papel y golpea los oídos de quienes las observan. Una bofetada a los sentidos, un cubo de agua helada sobre una opinión pública cansada de la guerra de Afganistán y que se refugia en las estadísticas de ejércitos y ministerios que maquillan con números el fracaso de la intervención internacional.

Muertos en vida, encadenados a las paredes de sus celdas a la espera de que les llegue la hora de dejar este mundo, abandonar un Afganistán donde solo sobreviven los más fuertes. Tres décadas de conflicto han dejado en el país asiático más de dos millones de enfermos mentales graves, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). El sistema de salud público no es capaz de atender el problema y los cinco centros psiquiátricos que se reparten en Herat, Kabul, Mazar-e-Sharif y Jalalabad (dos) se han convertido en lugares donde los enfermos se limitan a esperar la llegada de la muerte. Sin medicinas ni tratamientos que les abran la puerta a una posible recuperación los familiares sólo confían en que un milagro salve a los suyos.

“En el vecino Pakistán muchos centros comparten la misma filosofía y los ciudadanos piensan que los suyos sanarán sólo cuando se rompan las cadenas que les atan a la pared“, recuerda Diego, residente en Islamabad, que espera terminar con este proyecto en los próximos meses. Tiene que darse prisa debido a la inestabilidad creciente en la zona y a que este tipo de centros creados bajo la filosofía sufí no son del agrado de las autoridades. Kabul apenas dedica atención a estos santuarios por lo que se ven obligados a sobrevivir de las discretas donaciones que pueden realizar las familias con cada ingreso. Al final de los cuarenta días el enfermo vuelve a la calle y con él regresan los fantasmas que dominan sus mentes y corazones a quienes la violencia ha arrancado cualquier signo de normalidad.

La conexión libia del 11-M

El culebrón Belhadj, ex emir del Grupo de Combatientes Islámico Libio, sigue ocupando gran parte de mi tiempo en Libia. Por un lado me da pena porque me impide centrarme en esa transformación que vive el país y que día a día va profundizando en el proceso de desgadafización. Por otro lado, es muy interesante profundizar en las cloacas de esa guerra contra el terror lanzada tras el 11-S y que en su último capítulo ha llegado hasta los atentados de Madrid del 11-M. No es la primera vez que me siento frente a un hombre como Belhadj, en Derna (este de Libia) también tuve la oportunidad de encontrarme con ex yihadistas en febrero, en Yemen son legión y en Irak o Pakistán uno puede entrevistarse también con ellos sin excesivos problemas, pero Belhadj no es un ex yihadista man. Alcanzó el grado de emir y uno siente esa mezcla de respeto y fervor de todos los que le rodean.
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Apenas puede abrir los ojos porque pasó seis años en una celda de aislamiento en Abu Salim con una venda en los ojos. Denuncia torturas por parte de la CIA y el régimen libio y es el líder indiscutible de los rebeldes en el campo de batalla. Encabezó la toma de Bab Al Aziziya y ahora es la persona clave en la búsqueda y captura de Gadafi, así que no se trata de uno más de los miles de yihadistas que viajaron a Afganistán, es una autoridad religiosa y moral entre los suyos y eso se nota.

Tras una primera entrevista el pasado viernes ayer volví a llamarle para hacerle unas preguntas sobre su presunta vinculación con el 11-M que desveló un informe policial al que tuvo acceso El Confidencial Digital. Pese a estar en plena revolución, con Bani Walid a punto de caer y con la pista de Gadafi cada vez más clara, Belhadj quiso hacer un paréntesis para aclarar que no tuvo nada que ver con el 11-M y que así se los explicó a los agentes de la inteligencia española que se desplazaron a Trípoli para interrogarle tras la masacre.

Belhadj habló claro, pero no quiso entrar en detalles. Esta revolución es su nueva yihad y no está dispuesto a que el pasado se mezcle con el éxito presente.