Inteligencia emocional

Me miró, me besó… y una intensa emoción creció y sigue creciendo en mí

 

Por Pello Biain González

Quiero ofreceros un recuerdo sobre una de esas personas que dejan su huella en nuestra vida. Y deseo hacerlo invocando su nombre y como si hablara con ella misma:

Tú tenías el interminable nombre de sor Guadalupe Eugenia y también una redonda y hermosa cara de manzana. Para mí eras la Virgen María, pero no la Virgen María vestida de blanco, pálida y triste, sino alegre, de buen humor y “rojinegra”. Negra por tu hábito de monja, y roja por tus carrillos rojos que le daban a tu rostro el aspecto de una apetitosa manzana.

Recordándote ahora, quisiera evocar dos momentos. El primero es un cuento: la historia de un hombre que buscaba desesperadamente a Dios en las cumbres de las montañas y en la soledad de los extensos bosques, hasta que se topó con un sabio, quien le dijo que no debía buscar a Dios en los montes, ni en los bosques ni en las estrellas, sino en los ojos de cada persona. Aun siendo bonita, no fue la historia en sí lo que me cautivó, sino la forma en que la contabas: como si fuera un secreto que tenías guardado desde hace tiempo y que nos lo revelabas sólo a nosotros. Pero, ¿sabes qué fue lo más sorprendente? Pues que, cuando terminaste la historia, se hizo en el aula un silencio y nos miraste uno a uno. Y cuando tus ojos se posaron en los míos… me miraste como si hubieras encontrado a Dios, ¡hiciste que me sintiera Dios! Hoy no sé o no creo que crea en Dios, pero cuando en el torbellino de los días que vienen y van mi mirada se cansa, me acuerdo de ti y la enciendo para que las personas a las que miro, si no Dios, se sienta, por lo menos, alguien digno de respeto y consideración.

  

El segundo momento es cuando tenía unos 5 ó 6 años, se me soltaron los cordones (trencillas) de los zapatos y te pedí que me los ataras. Tú te agachaste, me anudaste los cordones y… ¡y me diste un beso! Yo no pude resistir la tentación y, rápidamente, acaricié tu mejilla roja con mi mano. Luego, por la noche, pensaba en mi cama: ¿A cuenta de qué vino aquel beso si yo sólo te pedí que me ataras los cordones? ¿Por qué me diste aquel beso, si no tenías por qué dármelo? Algunos años después supe que a eso, a dar más de lo que debemos dar, se le llama generosidad. Si no recuerdo mal, tú fuiste la primera que me enseñó a hacer las primeras letras y, no sé si será verdad o mentira, pero me gusta pensar que, si hoy me apasiona escribir y leer, fue gracias a aquel beso.

Hoy quiero recoger tu mirada y tu beso y darte las gracias con estas palabras.

¿Es verdad que la influencia vocacional de los maestros y profesores en nuestra formación a través de los años, es enorme en nuestro desarrollo afectivo?

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