Inteligencia emocional

La infancia (in)feliz

Por Ígor Fernández

¡Ah, cómo añoro mi infancia! Aquellos días en los que la mayor responsabilidad era colorear el dibujo de un payaso sin salirse de la raya, en los que el verano era casi una década de crema en la nariz y rasponazos en la rodilla, y el girar del mundo no era ni de lejos tan importante como el de un balón. Todo se resumía en hacer “como que yo era…”, en decir “” o “no” cuando así nos salía y en saber muy bien por qué… Pregunte el lector a cualquiera, que la infancia ha sido siempre descrita como un periodo de extrema felicidad en el que, por definición, el cuidado del niño o la niña es la tónica, en pos del crecimiento personal.

Sin embargo, si nos despojamos por un momento del romanticismo literario de peluche, y la sensación pegajosa de helado en los dedos, la infancia se convierte en otra cosa. Como en todo proceso de socialización (piensen en las veces que han tenido que sumarse a un grupo nuevo con una cultura distinta, como la familia de la pareja, por ejemplo) el individuo se ve forzado a adquirir las conductas y normas de ese grupo, para lo cual debe, por norma general, privarse de saciar ciertos impulsos. Sé que lo que sugiero no es políticamente correcto, pero a veces una visión diferente nos plantea reflexiones interesantes. Si prestamos atención, en el proceso ontogenético de crecimiento de un niño, nos encontramos una sarta de estrategias, desarrolladas por el niño para acceder a lo que necesita. Por ejemplo, la sonrisa de un niño ante la carantoña de un adulto tiene como función crear el vínculo que va asegurar la provisión de comida y cobijo, del mismo modo que el “portarse bien” de los adultos, no es otra cosa que el premio ante la inhibición de la espontaneidad. Sé que suena frío y un tanto demagógico, pero los niños en todas las partes del mundo han de renunciar a parte de sí mismos para obtener del grupo lo que va a asegurar su supervivencia.

  

En resumen, no sólo la percepción por parte del adulto de la ausencia de responsabilidades (adultas, claro) hace de la infancia un periodo de felicidad recordada, sino también el deseo de deshacerse de la culpa que genera darse cuenta de una cruda realidad. Nos demos cuenta, o no.

¿Piensan que la infancia es un periodo feliz?

Un pensamiento sobre “La infancia (in)feliz

  1. Momo

    Recuerdo mi infancia llena de experiencias alegres, tristes, frustrantes, satisfactorias, emocionantes, ilusionantes… de todo tipo.

    Echo la vista atrás y mi infancia me encanta. Me gusta tanto mi infancia como me gusta mi vida adulta.

    Lo que siempre he valorado y me ha dado una punzada dulcísima de felicidad es que con los años aumenta mi libertad.
    Con cinco podía comer cosas que con dos no, con 10 podía andar en bici sin rueditas, con 14 me iba con colegas a hacer fiestas, con 16… No sigamos con detalles pero las posibilidades crecen y crecen.

    Por otro lado, si algo debo añadir a mi época adulta, algo que no tenía en mi infancia era la conciencia de la muerte como algo real, el saber que estoy de prestado por aquí. Esa ansiedad existencial no la tenía de pequeña.

    Quizá es eso lo que la gente describe como felicidad, la no existencia de esa ansiedad que se filtra por las grietas (¿o las crea?), y que pesa, unas veces, o renueva, otras.

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