Inteligencia emocional

Una historia de violencia

 

Quiero contar algo que le ha sucedido recientemente a un buen amigo mío. Me referiré a él como Ander. Yo lo definiría como un tipo amable y generoso, jovial y respetuoso; afable; cuyo corazón no alberga rencor ni venganza.

A Ander una madrugada le despertaron unos ruidos. Cuando se despejó del aturdimiento inicial pudo comprobar que provenían del piso de arriba, que los escuchaba justo sobre su cabeza. Los pudo definir como “arrastrar sillas” o “golpear muebles”. No eran ruidos continuos, sino que se reproducían a intervalos breves, de pocos minutos. Trató de volver a conciliar el sueño, la machacona y pertinaz cadencia se lo impidió. Finalmente, los ruidos cesaron y se durmió, aunque por poco tiempo, pues esta vez una melodía, la del despertador, le devolvió a la vigilia.

La vivienda de arriba estaba ocupada por estudiantes. Ander, con su talante comprensivo, recordó la época universitaria en la que él también había vivido en un piso compartido y alquilado, y que seguramente en más de una ocasión sus vecinos pudieron haberse sentido molestados. No le dio más vueltas, por lo demás, estos chicos no eran escandalosos ni montaban juergas.

A los pocos días se repitió la misma situación. Llegó al trabajo cansado, somnoliento y cabreado. Por la tarde subió a hablar con sus vecinos, por lo visto dos chicos en último curso de carrera. La conversación en todo momento tuvo un tono amable y distendido y los estudiantes pidieron disculpas por las molestias. Para Ander dormir volvió a ser sólo una rutina inconsciente.

Pero aquello no duró mucho. De nuevo la misma pequeña panoplia de ruidos agudos, chirriantes y afilados se clavaron en su cabeza. Como un resorte brincó y, puesto de pié sobre la cama, golpeo insistentemente con la mano el techo (un gesto convencional y universal que a quien va dirigido le indica “date cuenta de que estás molestando y no son horas”). No surtió efecto; seguramente el estudiante universitario no estuvo en clase el día que explicaron eso. Otra noche en vela, atónito mirando de vez en cuando el reloj. Esto ya empezaba a convertirse en una costumbre de consecuencias perjudiciales para su salud.

Volvió a subir a hablar con los chicos, esta vez con un tono serio y demostrando su profundo y sincero enfado. Sólo estaba uno de ellos, que haciéndose cargo de la situación le dijo que no era él, que debería ser su compañero, pues solía tener la costumbre de realizar sus trabajos de clase por las noches y que hablaría con él. El efecto tampoco dio para mucho tiempo. Y de nuevo una charla, esta vez con el “agresor“, quien admitió sus hábitos nocturnos pero que repetía insistentemente que no hacía nada extraño, más que dibujar sobre una mesa pues estudiaba Arquitectura. En un tono agrio pero intentando ser constructivo -vaya paradoja tratando con un futuro arquitecto- Ander le pidió que le dejara ver el escenario para ayudarle a resolver la situación, ofreciéndose a darle soluciones: poner una alfombra, colocar tacos de goma en la silla y en la mesa de estudio para minimizar los golpes o continuas fricciones sobre el suelo…

No consiguió gran cosa. La siguiente vez le escribió una larga nota y la dejó adherida en la puerta. En ella recriminaba el comportamiento incívico e insolidario del cabestro -arquitecto en ciernes que tampoco estuvo en clase cuando explicaron la transmisión acústica y que por lo visto tampoco sabía nada de aislamiento-. Le advertía, con lenguaje educado, que a partir de aquel momento no iba a consentir que perturbara por más tiempo su sueño y su descanso. También localizó al titular del piso para transmitirle que aunque no le hacía responsable de los actos de su arrendado, sí que como dueño del mobiliario hiciera las correcciones necesarias para acabar con aquella molestia perturbadora y, ya para entonces, torturadora. Comentaron que acaso el susodicho espécimen dibujaría sus planos o láminas escuchando música a través de cascos y que no se enteraría de nada.

Otro pequeño período de calma al que siguió, como ya nos figuramos, un recrudecimiento de las hostilidades decibélicas. Los ataques no discriminaban el horario nocturno, pero solían terminar sobre las seis y media de la mañana, poco antes de cuando Ander se levantaba para ir a trabajar. Por lo visto a esa hora se retiraba a dormir el artista del dibujo y el ritmo sincopado.

Ander recurrió a dormir con tapones en los oídos, los compró en un almacén de equipos de protección para accidentes laborales, de los empleados en la industria metalúrgica. Aquella defensa resultó inútil. Una noche -sobre las cuatro- no aguantó más. Sobreexcitadísimo saltó de la cama y de  repente se descubrió aporreando con pies y puños la puerta del piso de arriba y pulsando desaforadamente el timbre. La conversación con el maldito inquilino fue a gritos, el universitario mantenía que él sólo dibujaba, que estaba harto del acoso y que si mi amigo no dormía a saber porqué sería. Tanta contumacia enervó aún más el estado de Ander; la cerrazón y persistencia del estudiante le estaban poniendo en el disparadero, sintió unos deseos tremendos de machacar, de aplastar, a aquel individuo que en ese instante le parecía rastrero, odioso y dañino. Un vecino acudió al oír los ruidos y voces y el niñato aprovechó para cerrar la puerta.

Ander se tumbó sobre la cama, estaba sudando, era incapaz de enfocar la vista con precisión, tenía todo el cuerpo en tensión, le temblaban las manos, el pulso acelerado le martilleaba en el cerebro, sentía que le iba a estallar el corazón, trató de controlar el ritmo frenético de su respiración, le dolían las mandíbulas.

Se dio una ducha de agua fría. Se sentía impotente, indignado, frustrado, humillado, manchado, herido, menospreciado. Sentía rabia, odio, rencor, venganza.

Ese día tenía que levantarse más temprano de lo habitual, debía conducir más de ciento veinte kilómetros por un asunto de trabajo. La reunión resultó un fracaso.

Ander pensó y pensó durante días cómo vengarse: taponar la cerradura con silicona para que no pudiera entrar, golpear todas las noches el techo; cortarle el suministro eléctrico al menor ruido nocturno, presionar y bloquear el timbre del portero automático para que este no dejara de sonar… Pero estas acciones perjudicarían a terceros, así que habría que actuar directamente contra él: forzar la puerta cuando no hubiera nadie y destrozarle todos los apuntes, planos, dibujos y materiales de estudio; o aún mejor, atropellarle “un poco” con el coche; o más refinado todavía, le sujetarían entre dos mientras él, con una capucha para mantener el anonimato, le rompería las manos con una maceta de albañil. No podría terminar el curso, seguramente le costaría mucho volver a dibujar y lo mejor de todo: siempre se preguntaría “¿porqué?”, viviría con miedo.

Hace unos días que en el piso de arriba ya no hay nadie. El dueño le ha comentado a Ander que ese chico ya ha terminado el curso y la carrera. Un largo curso que podría haber terminado muy mal. Ander se acuesta cansado y duerme plácidamente y de un tirón, pero cuando le preguntas por lo sucedido responde que el fulano aquel “se fue de rositas” y que merecía un castigo.

Ander me sigue pareciendo ese tipo amable, generoso y cordial. Ander soy yo o eres tú…

¿Hay algún Ander más por ahí? ¿Somos capaces de reconocernos en situaciones límite?

Un pensamiento sobre “Una historia de violencia

  1. Fco. Javier Bárez Cambronero

    Egun on Carlos:
    Pues sí, hay más Ander. Yo mismo y mi familia soportamos algo parecido.
    En nuestro caso el estudiante se reproduce en forma de “una pareja de hermanos (niña y niño) de cinco y tres años, más o menos”, y en las más de las ocasiones se suma el padre.
    Tienen los tres la insana costumbre de jugar en casa como si estuvieran en el parque o en el campo. Corren, dan golpes, gritan, arrastran cosas indefinidas, juguetes, bolas, balones, bolos y que sé yo..y al final alguno llora (el padre no).
    Pero claro, entiéndelo, son niños pequeños,… hay que dejarles jugar,..son un encanto,…son comentarios que alguna que otra vecina nos hace cuando lo comentamos (ellos, los vecinos de arriba, como si oyen llover).
    Y digo yo, no será mejor educar a los niños que ciertas actividades hay que realizarlas en casa con cuidado porque se puede molestar, no será mejor educar a los niños en lo valores de respeto a los demás, al descanso de los demás, a que ciertas actividades hay que dejarlas para el parque y que cada uno en casa es libre de hacer lo que quiera hasta que….se molesta al resto.
    Yo recuerdo que con nuestros hijos es lo que hemos hecho y ahora a ellos también les molesta la frenética actividad de “arriba”,
    en fín espero que crezcan rápido y se calmen.
    Javi

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