Inteligencia emocional

Renunciar y aprender

Cada vez más compruebo cómo nuestra necesidad de establecer relaciones importantes y mantenerlas es un imperativo biológico. Al fin y al cabo, es el gran éxito de los mamíferos que nos ha hecho proliferar a lo largo de los milenios. Sin embargo, esta reflexión no deja de ser (de nuevo) una pregunta abierta: ¿por qué nos cuesta tanto renunciar a relaciones que han sido importantes en el pasado? Con este planteamiento no estoy queriendo decir que siempre y en todas las relaciones, sino, simplemente en algunas de ellas.

Estoy pensando en cómo las personas nos las ingeniamos para seguir teniendo contacto (palabra ésta de enorme importancia. Sin contacto no hay vínculo, y sin vínculo no hay seguridad en presencia del otro) con aquellos otros importantes. El ejemplo más extraño es el del enfado. “No hay mayor desprecio que no hacer aprecio”, dice un refrán castellano. Y de entre estas palabras podemos fácilmente decantar una idea: incluso peor que un insulto o una ofensa, es la indiferencia de una persona significativa. Sé que esto tiene muchos matices, que quizá sea un tanto atrevido hacer una aseveración así, pero podríamos resumirlo, tratando de no ser extremistas ni relativistas en que tan lesiva puede ser una agresión para quien la recibe de alguien importante como su completa indiferencia.

Casos terribles y cotidianos son, por ejemplo, parte del espectro de la violencia de
género; ¿por qué una mujer que recibe humillaciones y palizas permanece en esa relación? O por otro lado las personas que replican patrones de maltrato con sus hijos pequeños… Por respeto no quiero entrar a desmenuzar estos casos ya que son mucho más complejos de lo que se puede explicar aquí, sin embargo, sí me sirven para ejemplificar una necesidad.

¿Por qué nos cuesta tanto renunciar a relaciones que no nos benefician?

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