Inteligencia emocional

¿Podemos educar sin enfadarnos?

Hoy escribiré sobre una de las tantas obsesiones que tenemos hoy en día como padres y madres y que no es otra que la de intentar educar sin enfadarnos. De alguna manera hemos interiorizado  esas pelis y series de sobremesa de corte principalmente anglosajón, donde las familias son como de anuncio y donde el final es edulcorado y poco real. Pero que parece, se ha instalado en nuestro rol y modelo a seguir para  acercarnos  a ser como ellos. Esto puede ser, quizás porque tenemos un recuerdo menos edulcorado de nuestras familias, hablo de las que forman parte  de la generación que nacimos en los años 70.

Hoy en día, una de las cosas que nos hacen sentirnos peor como padres y madres es cuando nos tenemos que enfadar con nuestros hijos e hijas. Nos hace sentirnos mal, nos quita horas de sueño y es como ese olor que se pega en la ropa durante días y que no se va hasta que la lavas. Pero es posible ¿educar sin enfadarnos? Sería un gran alivio. Antes de entrar en materia, permitirme que os pregunte si sería posible educar sin alegría, sin miedo, sin orgullo, sin tristeza…seguro que la respuesta es no, pero sí nos preguntamos, en cambio, si sería posible educar sin enfadarnos. La respuesta a esta pregunta es no. Un no rotundo y redondo. Es igual de inútil que intentar educar sin el resto de emociones.

El enfado es un de las respuestas emocionales que tenemos  y por tanto no se puede educar sin que ocurra. De hecho seguramente, y sin datos estadísticos en la mano,  me atrevo a afirmar que es una de las emociones que más aparece en nuestra sociedad.

Una de las cosas que sabemos, es que el enfado  aparece cuando hay un deseo que se frustra y  encima cuando estamos con los niños y niñas, los deseos de frustran constantemente. A modo de ejemplo: deseo que se levanten con tiempo suficiente para ir al colegio, que desayunen decentemente y en tiempo, que se laven los dientes, que hagan los deberes sin quejarse, que saquen buenas notas, que no vean demasiado la televisión, que sean educados, que usen con responsabilidad el móvil, que no se metan en líos, que  no beban, ni fumen, ni se drogen, que no tengan sexo hasta una edad prudente (a partir de los 25 años sobre todo las chicas), que tengan amigos y no sufran bullying, que estudien una carrera, que no se manchen la ropa, que vayan adecuadamente vestidos, que se peinen, que no se tatúen, que sean educados y simpáticos, que no monten lio cuando se vayan a dormir y lo hagan en tiempo y norma, que lean libros, que al menos hagan algún deporte, que coman sano, que se duchen bien, que a la vez se limpien por detrás de las orejas y se aclaren bien el pelo y que de paso no gasten mucha agua, que quieran y les quieran, que sean aceptados, que no estornuden sin ponerse la mano en la boca, que vayan a alguna extraescolar y aprendan bien un idioma o dos, que nos hagan caso a la primera y si no, como mucho, a la segunda. Que elijan bien a sus parejas (principalmente heterosexuales), que coman verduras y fruta, que conduzcan con precaución y de forma responsable y además de todo esto y por si no fuera suficiente, que sean felices.

Imaginaros con este panorama de deseos las veces que nos enfadamos y nos vamos a enfadar en el futuro. Queda claro que aunque seamos unos padres y madres casi de anuncio anglosajón, con una paciencia considerable y con algunas clases de yoga, en algún momento seguro que va a ocurrir. Por lo tanto, es importante asumir que el enfado es una respuesta natural, que no vamos a poder evitar y que como todo el espectro emocional, es necesario que aparezca. Lo que si podemos intentar y merece la pena, es educarnos para aprender a gestionarlo. Voy a escribir una anécdota que me pasó hace algún tiempo con un niño de nueve años en el despacho. Entre otras cosas, le costaba mucho expresar sus sentimientos y emociones. Una de las normas que había establecido era que cuando venía a verme teníamos que dedicar unos quince minutos a hablar, daba igual lo que fuese. Después de ese tiempo podíamos hacer lo que él quisiera. Un día entra por la puerta con una evidente cara de enfado y como siempre le indico para empezar la conversación a lo que responde con una clara negativa y pasados unos minutos insistiendo en que teníamos que hablar, me dice: “me tocas los huevos con esto de hablar”. A lo que yo le contesto: “como te voy a tocar los huevos, si tengo las manos encima de la mesa”. El me mira desconcertado y le sale una media sonrisa  y me dice: “pero es que tu ¿nunca te enfadas?”, a lo que yo respondo: “si claro, pero hay muchas maneras de enfadarse” y empezamos una de las mejores conversaciones que habíamos tenido sobre el enfado, la expresión de las emociones y la comunicación, que por cierto duró más de una hora.

Lo que quiero ilustrar con este ejemplo, es que la energía la debemos de poner en aprender como gestionamos el enfado y no en evitarlo. Y para ello debemos empezar por tener en cuenta  el modelo que somos cuando nos enfadamos nosotros. Por lo que lógicamente, si quiero enseñar a los niños y niñas como enfadarse, primero debo de mirar como lo hago yo, teniendo en cuenta el principio de, no puedo enseñar algo que no sé. Esto me lleva a plantear una segunda pregunta: ¿sabemos cómo nos enfadamos?

Si tenéis dudas os propongo un juego o si preferís, un ejercicio de campo. Preguntar en casa a vuestros hijos e hijas (da igual la edad) y pedidles que os imiten cuando os enfadáis. Que gestos hacéis, que decís, cuando se os pasa, que es lo que hace que os pongáis así, como se sienten ellos y ellas cuando esto sucede, que creen que os hace enfadar mucho y poco…podéis incluir todas las cuestiones que se os ocurran, pero eso sí, esto es muy importante: gestionar el  enfado si no os gusta lo que oís.

 

Un pensamiento sobre “¿Podemos educar sin enfadarnos?

  1. Iván Íñigo

    He padecido irascibilidad hasta ver su causa debida a mi educación elitista recibida. Y he solucionado algo eso. Mi ira se producía debido al perfeccionismo. Solvente un poco disminuyendo éste error al mostrar humildad durante los enfados; por ejemplo afirmando que “me siento mal conmigo mismo pues no veo el derecho a equivocarse”, tanto mía como en el otro es tal derecho. De ese modo, al observar humildad en ese instante en mí, se disuelve lentamente mi ira. No siempre logro eso pues me han y me he dejado inculcar vanidad y egolatría, que ahora estoy dejándola. Gracias. Estoy de acuerdo con este post

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