Inteligencia emocional

“QUIERO QUE MI HIJO SEA UN 37% DECIDIDO”

Es evidente que el papel y la presencia del psicólogo/a a cambiado en estos años en relación a las nuevas investigaciones y descubrimientos entre otras cosas, de la neurociencia con diferentes escuelas y corrientes. Que la presencia en medios y la importancia de nuestro trabajo se ve también más reconocida y tenida en cuenta, aunque todavía queda mucho de desconocimiento sobre nuestra profesión, es evidente que se nos conoce más.

Es algo que hemos comentado diferentes colegas de profesión y que es una especie de “tendencia” (quizás es exagerado denominarlo así) que estamos observando desde hace unos años. De hace un tiempo a esta parte, constatamos que hay un porcentaje relativamente alto (al menos significativo) de casos que  podemos considerar que, en mi caso,  el niño o la niña (en el ámbito profesional en el que me muevo) lo que se supone un problema, no lo es.

Esa tendencia a la que me refiero es que parece que ahora a los psicólogos  cada vez se nos pide que cambiemos a los niños y niñas, pero no en aquello que realmente supone un obstáculo o un sufrimiento en sus vidas y la de sus familias, si no en aquello que tiene que ver con su naturaleza misma. Es decir, es cierto que nuestro trabajo y conocimiento permite que ayudemos a las personas a resolver aquellos elementos que en un momento de sus vidas les hacen tener dificultades. Me refiero, de forma particular, que lo que nos piden de forma velada o a veces no tato, como comentaré mas adelante con un ejemplo, es que modifiquemos la naturaleza misma de las personas (niños y niñas).

Cuando después de las consultas iniciales donde evaluamos la situación, comento que ese niño o niña en particular no necesita un psicólogo, algunos padres y madres muestran una emoción  entre aliviada y de sorpresa, de forma lógica ya que han venido a consulta no porque les apetezca sino porque alguien les ha dicho o ellos mismos consideran que su hijo tiene un problema. Pero a lo que llamamos problema, no es más que una falta de tolerancia de los demás a la forma de ser de alguien. Pongo un ejemplo: imaginaros que hay alguien que es despistado, que su naturaleza es serlo, pero eso no tiene que impedirle llevar una vida plena. Sabiendo que lo es puede suplir esas carencias con agendas, notas, alarmas y desempeñar su vida sin problemas evidentes. Porque en el fondo y por suerte seguro que es más cosas que un despistado. Por mucho que lo intentemos esa persona siempre tendrá una naturaleza despistada.

Otro ejemplo, hace unos años tuve una llamada de un padre sobre su hijo adolescente que estaba en una fase en la que no tenía muy claro si le gustaban los chicos o las chicas. La llamada era para establecer una consulta inicial y tantear la situación. El padre me preguntó cuál era mi manera de proceder y de forma sutil me dejo caer la idea de que tenía que convencer a su hijo para que se diese cuenta de que lo que le gustaban en realidad eran las chicas. Yo le dije que lo primero que haría sería hablar con su hijo y que me contase que pensaba, sentía y quería y que si su naturaleza era esa no podía hacer nada. Le propuse mirar una fecha para venir y sigo esperando.

Este es un ejemplo evidente en el que creo que casi todo  el mundo entenderá que es algo que no se puede cambiar, pero que si debemos ayudar (por desgracia hoy en día tenemos que seguir haciéndolo) en que esa naturaleza no suponga un problema en la construcción de una identidad sana y adecuada. Pero esto, que parece evidente y lógico  (no desde hace mucho), también lo empezamos a observar que se intenta llevar a otros aspectos de la personalidad: los que son tímidos quiero que no lo sean, lo que hablan mucho que hablen menos, lo que son activos que sean tranquilos, los pasivos que sean activos, los demasiado “echados para adelante” que sean reflexivos, los sensibles que no lo sean y así en un largo etcétera.  De alguna manera parece que los psicólogos tenemos el conocimiento de cambiar estas naturalezas y que tenemos un cuestionario donde los padres y madres, profesores y profesoras pueden apuntar que cualidades deseables quieren que consigamos que sus niños y niñas sean: un 12% atrevido/a, un 37% decidido, un 15% reflexivo/a, un 20% cauteloso/a, un 8% curioso/a, y este porcentaje cambiarlo en base a los diferentes momentos vitales y sociales de turno.

En el fondo parece que queremos “fabricar” niños y niñas que no nos hagan sufrir, ni preocuparnos, que no den problemas, que no se quejen, que sean guapos y guapas, e inteligentes, altos y altas, delgados/as, con ojos claros… de la misma manera que elegimos los complementos que queremos en un coche nuevo o los ingredientes que quitamos o ponemos en un plato del menú en un restaurante.

Sé que no es fácil, pero parémonos un segundo a verles, a disfrutar de lo que son, de lo que nos ofrecen. Imaginemos por un instante que estuviésemos en una isla desierta con la familia y no tuviésemos que compararlos con nadie. Tomémonos un tiempo para disfrutar de sus virtudes y sus defectos como un todo, que luego, con el día a día, les ayudemos a buscar alarmas y agendas para recordar lo que tienen que hacer al día siguiente y ayudarles a gestionar su naturaleza olvidadiza.

El elemento clave que no se debería confundir es la diferencia del ser por el estas. El ser es la esencia misma de la persona y le estas se refiere a las herramientas que debo aprender a utilizar para que esa esencia no sea un obstáculo. Porque esto fortalece la autoestima inicial, más profunda y básica. Un árbol es un árbol independientemente de su apariencia en cada estación.

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