Inteligencia emocional

Corazón de madre

Luna de miel es un concepto que al menos en el suroeste europeo empieza a sonar trasnochado. Ni qué decir tiene que lo de contraer matrimonio no es algo que preocupe a muchas parejas. Y ya, lo de que sea eclesiástico…

A expensas de que me tilden de idealista trasnochado, tras pasar por la vicaría, mi compañera de vida sugirió la posibilidad de que disfrutáramos de nuestra luna de miel en Filipinas. Cabe reseñar que su espíritu aventurero es considerablemente inferior al mío, por no decir casi inexistente, y que lo de pasar veintitrés horas entre aviones y aeropuertos – de ida y de vuelta -no es algo que le atraiga particularmente. Su sugerencia era un acto de inmensa generosidad y amor hacia mí: desde mediados del siglo XIX, en Filipinas se fueron hilando y tejiendo las vidas de mis abuelos, mis padres, mis cuatro hermanas y mi hermano. La mía había comenzado en las antípodas centroamericanas, en San José, Costa Rica, y nunca había estado en el archipiélago del sureste asiático. De esa lista de migrantes y criollos quedamos tres: Carmen (80), Vicky (79) y yo (58). Las mayores y el benjamín. Detrás de nosotros están nuestras hijas e hijos y los de Miren, hermana que dejó este mundo en 2013. Esa fue la última vez que nos habíamos visto los tres, cuando fuimos a despedirla. El total de descendientes directos inmediatos de la siguiente generación de esta saga es 15. Aquí me detengo, porque la lista continúa…

Archivo: Ama, Carmen y Vicky (1940); Ama y yo (1962)

Aunque mucha gente veía nuestro viaje como una aventura exótica, para mí – para los dos – era la previsión de una inmersión emocional en un pasado del que conocía retazos de relatos e historias y en el que sentía que tenía que entrar casi de puntillas. Al mismo tiempo, el presente de cada miembro de mi familia era el que era. Y entrábamos de cabeza y a ciegas en él… también de puntillas.

Nada más llegar a Manila el calor, la humedad y el olor de la exuberante vegetación que lo rodea todo, me transportaron allí. Respiraba lenta y profundamente… No quería cerrar los ojos, sino dejar que se movieran inquietos buscando imágenes, queriendo abarcar y absorber cuanto estuviera a su alcance… Quería experimentar lo que todos ellos y ellas sintieron en su piel, respiraron en sus pulmones, vieron con sus ojos.

Dedicamos tres días a recorrer la ciudad y el sur de la isla. El quinto viajábamos a Cebú. Al día siguiente era el cumpleaños de Vicky. Por las noticias que nos habían llegado, tras una sucesión de ictus leves que limitaban un altísimo porcentaje de su movilidad y comunicación, parecía que algún tipo de demencia también empezaba implacable a hacerse presente. ¿Podría reconocernos?

Archivo: Vicky, Aran y yo (2019)

Le habían dicho que había una sorpresa para ella, pero no cuál. Estaban terminando de arreglarla. Las enfermeras y sus dos nietos pequeños revoloteaban por la habitación dificultándole la vista de lo que había al otro lado de la puerta abierta… Al vernos entrar alguien le preguntó:

–  Ula, ¿sabes quiénes son?
– ¡Claro! ¡Mi hermano Juan Carlos y mi hermana Arantza! – contestó casi indignada…

Pasamos juntos gran parte de la mañana cantando canciones de Los Panchos, Habaneras, alguna bilbainada… Compartimos miradas sostenidas, cómplices, sin muchas palabras… Cogidos de la mano. Besos, risas, caricias, alguna lágrima, abrazos…

Al día siguiente, tras su fiesta de cumpleaños, al retirarse a descansar, nos acercamos para despedirnos. Salíamos de madrugada.

– ¿Cuándo vuelves? – preguntó.
– ¡Pronto…! – respondí.
– ¿Cuándo es pronto? – dijo.
– ¡Pronto! – repetí mientras cogía su mano…

Y empezó a cantar alto y claro:

Siempre que te pregunto
Que cuándo, cómo y dónde
Tú siempre me respondes
Quizás, quizás, quizás.

Después, juntos, entonamos My Way… La besamos y le deseamos buenas noches.

Habíamos previsto que Carmen, en ese momento en Davao, se hubiera sumado a esta celebración. Sería la primera vez, y quizás última, que los tres estuviéramos juntos en Filipinas. Por motivos de salud no podía viajar, por lo que decidimos cambiar el itinerario previsto, retrasamos dos días nuestra llegada a Negros y el séptimo día volamos a Mindanao.

Archivo: Carmen y yo (2019)

Como pasa en muchas familias, antes de que la salud de Vicky se deteriorara irreversiblemente, habían dejado de hablarse. Carmen nos esperaba casi a pie de pista en el pequeño aeropuerto de la capital de la isla. Fuimos los tres hasta un apartamento que Antón – su hijo – tiene allí. Solamente estaríamos dos días que fueron más hogareños que turísticos. ¿Y eso qué importaba? Íbamos para estar con ella. Charlamos, vimos fotos, le contamos lo que vivimos en Cebú. Reímos, nos abrazamos y besamos, oímos música, cocinamos, fuimos de compras… Sacamos fotos.

Nos contó anécdotas de  cuando ella y Miren habían ido al internado a Madrid en los años 50. De cuando nuestra madre se fue de Filipinas; de nuestro hermano Chito y de Vicky… Y de Mayita, la pequeña que murió a consecuencia de una leucemia en 1956. Nos escuchamos y nos hablamos desde el corazón, sin juicios ni reproches, sin opiniones, sin consejos…

A sus ochenta años está estupenda. Incluso maneja con soltura su Mac y su móvil (WhatsApp, Messenger, Facebook, Spotify…) además de múltiples gadgets… Está delicada del corazón y tienen que operarla… Cuatro de sus hijos viven en los Estados Unidos. En cuanto consiga arreglar los papeles del quinto se quiere ir para allá.

– Por lo que me decís, Vicky ya no es la Vicky de siempre… Creo que debería ir a verla… – reflexionó en voz alta mientras recogíamos los platos de la última cena juntos…

– ¡Parece mentira cómo os parecéis – y eso que solo sois hermanos por parte de madre -, sin haber convivido nunca! – me decía Arantza mientras preparábamos el equipaje para el día siguiente.

Más tarde hubo más episodios emocionantes en Silay, en la casa de mi abuelo  y en Las Ruinas, en Talisay. Pero durante todo el viaje pude sentir el latido del corazón de nuestra madre que nos hacía querernos y reconocernos familia. Cómo el círculo de la vida nos reunía en lo esencial, en el amor. Los tres la habíamos perdido, en distintos momentos y por diferentes motivos, siendo adolescentes. Ellas con 17 y 16, respectivamente. Yo tenía 15. Sin embargo nos crió y educó la misma mujer que  dejó su profunda huella en los tres. Nos amó con la misma intensidad. Un amor que va más allá del tiempo y el espacio… Un amor que no puede morir.

Gracias a mi sobrino Antón, menor de los seis hijos de Carmen, quien no solo organizó cada uno de nuestros movimientos durante nuestra estancia, se adaptó a todos nuestros cambios y abrió las puertas de su casa para nosotros, sino que hizo de magnífico cicerone en gran parte de ellos. Gracias también a mi sobrina Maite, hija única de Vicky, que nos acogió en su casa, organizó la fiesta de cumpleaños de su madre y nos acompañó en la rápida pero profunda visita a Cebú. A Dña. Ching Hizon Jalandoni, por abrirnos las puertas  de la que fuera la casa de Alejandro Ametxazurra, mi abuelo. Y a Helge Lockner, focolarino sueco en Tagaytay, que nos acompañó cuando visitamos el Centro Mariápolis del Movimiento de los Focolares.

Gracias Arantza por hacerlo realidad…

Gracias ama

Por si alguien tiene interés en conocer más detalles de nuestro viaje, Arantza ha redactado el Diario de una experiencia directa al corazón (1 de 2) y (2 de 2).

Un pensamiento sobre “Corazón de madre

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