Hubo un tiempo en el que los espectáculos de ayuno, las exhibiciones de obscena inanición movían multitudes. A la luz de las audiencias de “reality shows” nada sorprendente. Pan y circo
Así lo narra Frank Kafka en un relato corto cuyo título encabeza este post y que recojo en “El hombre que hablaba con los delfines y otras historias de la neurociencia” de J.R.Alonso.
En este espectáculo, el artista se encierra en la soledad de una jaula con el propósito de mostrar su talento como ayunador profesional. Se propone convertirse en campeón del hambre y ocupar lugar destacado en la avenida de la fama. Crítica y público coinciden en el veredicto: lo ha conseguido.
Pero el éxito es efímero, cualidad que comparte con el reconocimiento del respetable. Cae la curva de la demanda. Pasa el tiempo, las visitas decaen, y con ellas el negocio. El empresario circense no obtiene los pingües beneficios del principio. Nuestro artista se siente frustrado, incompleto.
Renovarse o morir. Se tiene que reinventar urgentemente. Siente que puede hacerlo. Es valiente.
Dicho y hecho. Próximo reto: resistir sin comer más, mucho más allá de cuarenta días y cuarenta noches. Si ayunar era bueno, el doble será mejor. ¡Gran hazaña!
El triunfo está en los pequeños detalles, donde también habita el desencanto. Se instala en el circo compartiendo espacio con leones y otras fieras. No es el protagonista, pero no importa porque sabe que conseguirá el reconocimiento de la concurrencia.
Pasan los días, largos y pesados como kilómetros en una maratón. Y nadie repara en él. ¿Hace cuánto que dejó de comer? Ni él lo recuerda. ¿Desde cuándo está ése en la jaula? Nadie lo sabe. Con el tiempo, el olvido se acomoda junto a él. Cae víctima de la desmemoria colectiva. Y entre montones de paja sucia, muere en soledad. Trágica función sin público.
“Si usted no recuerda a alguien es como si hubiera muerto” le decía una de sus múltiples personalidades a Roman Spinelli, equilibrista de profesión “en horas bajas” (“El hambre invisible” S. Balmes).
Ostracismo, era la condena a la que recurrían en Grecia para castigar a quien pretendía abusar de su poder. Indiferencia, el látigo con el que castigan las audiencias.
Triste relato donde fascinación por el riesgo, afán de notoriedad, búsqueda de sentido y elogio de lo extremo acaban en drama. En aquel y en este mundo que comparten el “más difícil todavía” es fácil encontrar nuevos “artistas del hambre”, que exhiben nuevos talentos, en diferentes plazas públicas y mercados.
Siglo XXI, paraíso de lo “extreme” y del anglicismo (antes y después del brexit, dan aire de rigor) enloquecemos apostando a que el doble de bueno será requetemejor: en el running o dancing, en el puenting, travelling, twerking … ¡Marketing a tope de endorfinas!
Leí que para Stendhal “El arte de la civilización consiste en aliar los placeres más delicados con la constante presencia del peligro” Así parece. Siempre igual y siempre diferente.