Hay mucha formas de hacer una autobiografía. La normal es ponerse uno en el eje de la narración y hablar, en primera persona, de la vida y como nos ha ido en ella, con sus circunstancias, con sus cosas buenas y malas, y con las personas que nos han marcado. Otra es adoptar un medido distanciamiento hablando de uno mismo en tercera persona como si el YO fuera un desconocido al que se investiga a través del microscopio. Y luego está la forma que ha escogido el ensayista y narrador italiano Ugo Cornia.

Cornia traza en Sobre la felicidad a ultranza (Periférica) el mapa de sus muertos para ofrecernos la clave de su vida. Es como si nos dijera: “yo soy como soy por las personas que se relacionaron conmigo sobre todo en la infancia”.  Y le sale un retrato, un libro, luminoso y hermoso. Porque aunque la gente que aparece tiene luces y sombras, el pequeño Cornia recibió sobre todo rayos de sol calentitos. Y luego además el libro está contado con mucho humor y un amor entrañable, y tiene algo de universal, de maravilloso, porque así es la infancia, ódebería de ser, y eso hace que los lectores sintonicemos muy bien con lo que se nos cuenta.

Los dos escenarios del libro son Módena, donde está la residencia familiar, y Guzzano, donde la familia tiene una casa refugio en la montaña donde pasan los fines de semana y los largos veranos. Y en esos paisaje encontramos a la Tía María, la solterona, la que llenó su vida de historias; y a Lalli, el viejo comunista, el único y verdadero comunista de Italia; y a Brown, el perro sin dueño, que siempre saludaba cuando llegaban a la cabaña y siempre estuvo allí, hasta que no estuvo; y la madre, cariñosa, comprensiva y el bálsamo al que acudir; y el padre, libre, ausente, que no ejercía ninguna autoridad, pero son el que siempre andaba a leches y con el que siempre se arreglaba, “energía en movimiento”; y muchos más.

Un libro agradable, ligero y a la vez profundo, como son las historias que se remontan al tiempo en el que fuimos más felices,  la infancia.

Enrique Martín