El traficante de esclavos lee con displicencia un libro de poesÃas. Le parece simple, bisoño, desorientado. Un ejercicio estéril de egolatrÃa juvenil. Una sucesión de florituras pretenciosas con Ãnfulas de malditismo. El traficante cierra el libro con cierta ceremonia y bruscamente lo arroja al fuego, donde las llamas van lamiendo golosas su propio nombre: Arthur Rimbaud.
Roberto Moso