Es la guerra, estúpido, ó de cómo surgieron los ordenadores

LIBRO La catedral de TuringA las 22.38 del 3 de Marzo de 1953, en un edificio de ladrillo de una sola planta situado al final de Olden Lane, Princeton, Nueva Jersey, el biólogo y matemático italo-noruego Nils Aall Barricelli inoculó a un universo digital de 5 kilobytes una serie de números aleatorios generados extrayendo  cartas al azar de una baraja desordenada. “Se están realizando un conjunto de experimentos numéricos con el objetivo de verificar la posibilidad de que tenga lugar una evolución similar a la de los organismos vivos en un universo creado artificialmente” anunció. 

Un universo digital -ya sea de 5 kilobytes o de toda Internet- está integrado por dos tipos de bits: las diferencias de espacio y las diferencias de tiempo. Los ordenadores digitales traducen de una a otra estas dos formas de información -estructura y secuencia- según unas reglas definidas. Los bits que se encarnan en estructura (variables en el espacio, invariables en el tiempo) los percibimos como memeria, y los bits que se encarnan en secuencia (variables en el tiempo, invariables en el espacio) los percibimos como código. Las puertas son las intersecciones donde los bits atraviesan ambos mundos en los momentos de transición de un instante al siguiente. 

El término bit, dígito binario, fue acuñado por el estadístico John W. Tukey poco después de que se uniera al proyecto de Von Neumann en noviembre de 1945”.

Este es un párrafo de La catedral de Turing de George Dyson publicado por Debate en su colección Poramoralaciencia. Como ven la obra empieza fuerte y parece imposible desengancharse de ella. Entre las décadas de los años 30 y los 50 se desarrolló, tal vez entre otras, la epopeya de la computación. Basándose en material bélico de desecho, con aquellos triodos y pentodos que requería tanta energía y que luego desperdiciaban en forma de calor que había que dispersar por medio de refrigeradores que a su vez consumían energía… Bueno, pues con esos medios lograron algunos matemáticos e ingenieros de Princeton construir los primeros y rudimentarios computadores. Ojo que no es que existieran los ordenadores; ni siquiera el transistor.

Eran varios los objetivos que se perseguían y que fueron trabajándose de modo más o menos acompasado: desarrollar máquinas que fueran capaces de hacer cálculos, muchos y muy de prisa. ¿Para qué? Para poder sustituir a las baterías de calculadores humanos y acertar mejor a los aviones enemigos de la Segunda Guerra Mundial. También para poder desarrollar los explosivos termonucleares para Hiroshima y la posterior Guerra Fría. Y también para poder predecir el tiempo, que requiere muchísimos cálculos para obtener pronósticos a partir de infinidad de datos de partida.

Bueno, pues se nos cuenta esta epopeya de un modo tal que entramos en las vidas de los científicos, muchos exilados judíos europeos, unos pacifistas como Einstein, otros declaradamente belicistas como Von Neumann, pero todos apasionados por las matemáticas y sus aplicaciones. Se entrelazan las peripecias vitales con los desafíos intelectuales y técnicos en una obra que supera las 550 páginas, pero ya les digo engancha. El autor es hijo de uno de aquellos científicos de Princeton.

Jokin Aldazabal

 

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