Cansasuelos, otra muestra del talento de Ander Izagirre

Ander Izagirre es un género literario en sí mismo. No importa que escriba sobre la Real Sociedad, sobre ciclismo (aquel excelente Plomo en los bolsillos) o sobre Chernóbil, yo lo leo. Es lo que tiene escribir tan bien. Hay que ser dueño, además, de un cuajo especial para presentarnos un libro, Cansasuelos. Seis días a pie por los Apeninos, cuya primera frase es la siguiente: “Neptuno tiene el pito muy pequeño”. Lo mismo podemos decir, que hay que ser osado, para que en la contraportada se anuncie que en el libro no ocurre nada. “Bueno, sí: un perro llamado Rambo tropieza con una señora de 82 años llamada Anna y la tira al suelo”, se añade. Bien, pues aunque todo eso sea verdad, y estemos, simplemente, ante el relato de una apacible caminata, el libro es estupendo.

En Cansasuelos, que debe el título a un paisano de Tierra Estella, Izagirre recrea los seis días de caminata a pie que empleó junto con S., una amiga italiana, para cruzar los Apeninos. Salieron de la plaza mayor de Bolonia y terminaron en la plaza mayor de Florencia. Seis días, como digo, y tiene esto su gracia porque en el tren de alta velocidad (el tren de mucha velocidad, como dice el autor) esa distancia se cubre en treinta y siete minutos. En todo caso, la ruta a pie que siguieron se llama la Vía de los Dioses, un nombre queLIBRO Cansasuelos al donostiarra le parece innecesario y pomposo. Hasta finales de la década de los setenta se creía que por esas montañas no pasó ninguna calzada romana. Sin embargo, dos contumaces vecinos de la zona, lectores de Tito Livio, descubrieron las huellas del imperio en forma de camino hecho con losas de arenisca. Bien, ya está demarcado el itinerario concreto; ahora resta traer aquí todo lo demás.

Cansasuelos ofrece meritorias descripciones, imprescindibles, a mi entender, para que un libro como este resulte vivaz: “Es el momento exacto de la primavera en el que las hayas sacan las primeras hojas saturadas de clorofila, el sol aún no ha empezado a descomponerlas, así que el brillo es máximo. Vemos yemas abriéndose en las ramas. Si cerramos los ojos, oímos brotar las hojas”, dice. Pero pondré un ejemplo más de esas descripciones: “No me lo esperaba, creía que faltaba un poco más, giro un poco la cabeza a la izquierda y en una exacta milésima de segundo me golpea en las retinas una muralla de mármol blanco, rosa y verde, escalonada en tres naves, con la torre del campanario también de mármol blanco, rosa y verde, una imagen tan alta y repentina que reacciono con susto, dando un paso atrás, como si la fachada de la catedral se me fuera a caer encima”.

Por otro lado, Izagirre comparte con los lectores, como si fuese de charla mientras camina, reflexiones sobre diversos asuntos (la vejez, la ecología, el turismo…), pensamientos sobre el hecho de caminar formulados por otros escritores y filósofos, o apuntes sobre arquitectura, pintura, escultura. El libro se completa con la historia de esas montañas, con la huella romana y la herida de la Segunda Guerra Mundial, y con los increíbles relatos de algunos de sus moradores. Otro elemento destacable es el humor que desliza en sus observaciones, como cuando al describir una cena habla de unos panecitos fritos y salados “cuyo poder adictivo podría destruir a una generación de escritores”.

Pero, por encima de todo, creo que en Cansasuelos hay un afán de quitar grandilocuencia y solemnidad a un relato que avanza entre las páginas sin prisa, sin aspavientos, pero con convicción, puede que porque, quizás, Ander Izagirre escriba como camina.

Txani Rodríguez

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