Martin Garzo reescribe la historia de Abraham e Isaac

No sé que tienen las historias de los llamados textos sagrados, sobre todo de la Biblia, para que autores de toda época y condición vuelvan a ellas para hacer nuevas relecturas. Quizás, como nos contaba el propio Gustavo Martín Garzo en Iflandia hace unos días, hay que volver a esas historias porque en la Biblia hay buena literatura y porque en esos relatos se reflexiona sobre todos los extremos de la condición humana: el amor, la abnegación, la lealtad, la traición, los celos, la impotencia, la fidelidad, la fe ciega, la envidia, la lujuria… Por eso el vallisoletano Martín Garzo, uno de los grandes escritores en lengua castellana de los últimos tiempos, ha aterrizado dos veces en estos mundos, porque las historias de la antigüedad parecen seguir dándonos respuestas sobre los grandes debates morales. Hace unos años lo hizo con El lenguaje de las fuentes, en el que se interesaba por la peculiar historia de amor de la Virgen María y San José, contada por esté último, una novela con la que ganó el Premio Nacional de Narrativa español. Y ahora retorna a esos mundos con No hay amor en la muerte para hablarnos de una de las historias más potentes del Antiguo Testamento, la de Abraham, que en su fidelidad, en su fe ciega en Dios, estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac, porque así se lo había ordenado el propio Yahvé.libro-no-hay-amor-en-la-muerte

Lo interesante de esta novela, como sucedía en El lenguaje de las fuentes, es en el punto de vista en el que se sustenta el relato. Porque Martín Garzo no hace que un profeta nos cuente la historia, ni siquiera el propio Abraham o una voz omnisciente en tercera persona, lo relevante es que el escritor da la voz al que pudo ser y fue la víctima, al pobre Isaac. La novela se articula en torno a un diálogo entre un Isaac ya anciano y unas voces misteriosas de mujeres que al parecer tuvieron algo que ver con la infancia del protagonista. Un diálogo verborreico que Martín Garzo nos presenta sin puntos, con las frases separadas por barras inclinadas, como si estuviéramos leyendo un largo poema. Puede parecer un poco complicado, pero el lector se acomoda rápidamente al artificio. Y en ese diálogo un tanto brumoso, delirante, aparece un Abraham que da miedo porque antepone a todo (el amor a su mujer, el amor a su hijo, la relación con sus semejantes) su relación con Yahvé. Un tipo hosco, embrutecido, sin humor… porque Dios le supera, le acogota. Aunque curiosamente en la novela protagoniza uno de los momentos más tiernos, en una de las situaciones más terribles, durante el viaje hacia el lugar del sacrificio de Isaac. Es en esos momentos cuando padre e hijo se relacionan más íntimamente, como si la cercanía de la tragedia uniera a Abraham con su hijo, como si Abraham recupera su humanidad. Como se dice en algún momento en la novela: “¿acaso es bueno ser el elegido?”.

Hay muchas historias interesantes en la novela. Está Isaac y su intento de vivir una vida normal tras sobrevivir a una experiencia abrumadora, al hecho de que, aunque al final no lo hizo, tu padre tuvo la voluntad de matarte. Están los ángeles. Unos tipos terribles, que un poco de grima, y que de vez en cuando aparecen para molar a la gente a palos., como si fueran unos hooligans descerebrados. Y están los muertos, las muertas en este caso, esas esclavas que lo dieron todo por el amo, por Sara su esposa, por su hijo, recibiendo casi nada a cambio. Y están Agar e Ismael (la esclava de Abraham y el hijo que tuvo con ella) y su triste final. Y están Esaú y Jacob (los hijos de Isaac) y la pelea por la primogenitura que esconde un terrible secreto nunca desvelado.

No hay amor en la muerte es una inteligente relectura de un episodio bíblico que forma parte de la memoria colectiva de varias generaciones, uno de esos episodios que la mayoría de las más jóvenes desconocen y que se perderían “en el tiempo como lágrimas en la lluvia”, si autores como Martín Garzo no les dieran una vuelta de vez en cuando.

Enrique Martín

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