El tocho. El proceso, de Franz Kafka

Alguien debía haber calumniado a Joseph K., porque sin haber hecho nada malo fue detenido una mañana. La cocinera de la señora Grubach, su patrona, que todos los días le llevaba el desayuno hacia las ocho, no vino aquella vez. Eso no había ocurrido nunca. K. aguardó todavía un rato, mirando desde la almohada a la anciana que vivía enfrente y que lo observaba con una curiosidad totalmente inusitada en ella, pero luego, extrañado y hambriento a un tiempo tocó la campanilla. Inmediatamente llamaron a la puerta y entró un hombre que nunca había visto en aquella casa”.

Así comienza El proceso de Franz Kafka. Quien al finalizar el siglo XX sería el autor más influyente de la centuria, junto a Joyce, Faulkner y Proust, murió en 1924, con apenas 41 años, sin haber visto publicada más que una pequeña parte de su obra, conservada casi íntegra gracias a la admiración de su amigo y albacea testamentario, Max Brod, que contravino los deseos de Kafka de destruir todos sus manuscritos inacabados, entre los que se encuentra El proceso.

Probablemente conozcan esta historia, pero quizá no sepan que a la hora de escribir esta novela y otros relatos, Kafka se basó libremente en Crimen y castigo de Dostoievski, hasta el punto de que algunos pasajes de El proceso solo se entienden a la luz de la lectura previa de la obra de Dostoievski. Eso ha demostrado, tras veinte años de investigación y cuatro libros sobre el tema, el profesor colombiano Guillermo Sánchez Trujillo, quien afirma que “Kafka no plagió sino que encarnó la literatura de Dostoievski a través de sus vivencias personales para luego reescribirlas como enigma”.

Uno de los aspectos más enigmáticos de este autor checo de expresión alemana, es el evidente sentimiento de culpa que se revela en su universo literario, donde abundan castigos, condenas y juicios, y que también está presente en El proceso como una posibilidad incierta y lejana. Se han esgrimido diversas razones para explicarlo: las traumáticas relaciones que mantuvo con su padre, o su oscura vida de oficinista en una compañía de seguros en Praga, lo que le impedía una dedicación plena a la literatura.

Sea cual sea la causa, lo cierto es que Kafka se adelantó, con su torturada psicología, a la sensación de absoluta vulnerabilidad e impotencia que se apoderaría de incontables ciudadanos en la Europa de los totalitarismos; ciudadanos sometidos a procesos tanto o más inexplicables que el narrado en esta novela, en la que Josef K. nunca llega a saber el delito que ha cometido, ni quiénes son los remotos jueces que han incoado la causa contra él, ni siquiera si dispone de medios efectivos para defenderse.

Lo único que diferencia el proceso de Josef K. de los que vivieron realmente tantas víctimas del despotismo estatal, es el estilo literario de Kafka, lo específicamente kafkiano: su desconcertante alternancia de una descripción realista de algunos acontecimientos con una visión grotesca, absurda, casi cómica de otros. Fue precisamente esa utilización de la lógica maleable y ambigua de los sueños lo que llamó la atención de los surrealistas franceses, primeros divulgadores de la obra de Kafka.

No me queda sino recordarles que El proceso es, quizá, la obra más imitada del siglo XX, y una de las más angustiosas y fascinantes. No se la pierdan.

Javier Aspiazu

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