“Se acabó el resplandor en los Alpes. La tarde no es ya maravillosa. El paisaje es triste. No, el paisaje no, pero la vida es triste. Y yo sigo sentada tranquilamente en el alféizar. Y van a encarcelar a papá. No. Nunca jamás. No puede ser. Yo lo salvaré. Sí, papá, te salvaré. Unas palabras dichas con mucha desenvoltura. Al fin y al cabo, yo soy así, “animosa”. Ja. Ja, trataré al señor Dorsday como si fuera para él un honor prestarnos dinero. Y la verdad es que lo es. Señor Von Dorsday, ¿tendría un momento para mí? Acabo de recibir una carta de mamá, está en un aprieto momentáneo, o más bien papá. “Pero naturalmente, señorita, con el mayor placer. ¿De qué cantidad se trata?” Si no me fuera tan antipático. También su forma de mirarme. No, señor Dorsday, no me creo su elegancia ni su monóculo ni su nobleza. Podría comerciar igual con ropa vieja que con cuadros antiguos”.
Este es un fragmento de La señorita Else de Arthur Schnitzler. Surgido de la burguesía judía que hizo de Viena el principal centro cultural europeo a fines del siglo XIX, Schnitzler ejerció como médico antes de dedicarse por completo al teatro convirtiéndose en el más prestigioso dramaturgo austriaco (con obras como La ronda, que escandalizó por su cruda descripción del comercio sexual). Iniciado el siglo XX, Schnitzler se volcó también en la narrativa dejando algo más de cincuenta obras, casi todas ellas breves.
La señorita Else se publicó en 1923, en plena madurez del autor. Como ya hizo en otra de sus novelas más conocidas, El teniente Gustl, Schnitzler se sirve aquí otra vez de un continuado monólogo interior, solo interrumpido por diálogos ocasionales, para reflejar la subjetividad de la joven Else y contar su historia. Hija de un conocido abogado vienés, muy aficionado al juego, Else pasa una temporada en un hotel cercano a los Alpes, junto a su tía, cuando un telegrama repentino de su padre le ruega encarecidamente que pida prestados treinta mil florines al vizconde Dorsday, residente en el mismo hotel. A pesar de la repugnancia que siente, accede a ayudar a su padre, pero el aristócrata, admirador de la belleza de Else, pone como condición verla desnuda.
A partir de ahí el monólogo, se convierte en una especie de delirio lúcido, que nos reservará alguna que otra sorpresa, hasta llegar a un desenlace en exceso melodramático, producto de una intriga algo forzada en su último transcurso. Pero más que la trama lo importante en esta novela es el estilo, el logrado experimento formal que culmina el autor con ese monólogo interior mantenido con admirable coherencia a lo largo de todo el relato.
Como sus contemporáneos, Virginia Woolf o James Joyce, Schnitzler intenta mostrar con la mayor verosimilitud la psicología de su personaje, a través de los vaivenes continuos, en forma de pensamientos fugaces o recurrentes, que caracterizan la corriente de conciencia de la valiente señorita Else. Conocemos así la intimidad, los deseos y contradicciones de esta hermosa joven, y a través de ella, nos hacemos una idea de la morbosa y opresiva sensualidad de la época. El resultado es un relato de ritmo febril y lectura absorbente que encontrarán en las editoriales Sirmio y Acantilado. La señorita Else de Arthur Schnitzler.
Javier Aspiazu