El tocho. El ruido y la furia, de William Faulkner

Cuando la sombra del marco de la ventana se proyectó sobre las cortinas, eran entre las siete y las ocho en punto y entonces me volvía a encontrar a compás escuchando el reloj. Era el del Abuelo, y cuando Padre me lo dio dijo, Quentin te entrego el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reducto absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades del mismo modo que se adaptó a las suyas o a las de su padre. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla, dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.

Con este párrafo se inicia la segunda parte de El ruido y la furia de William Faulkner. Esta novela publicada en 1929, es la cuarta del autor estadounidense y sin duda, la más experimental de toda su producción. Narra la decadencia de la antigua familia Compson, residente en Jefferson, capital del imaginario condado de Yoknapathawpha. Muy influida por el Ulises de Joyce, El ruido y la furia presenta una estructura compleja, a modo de puzzle, dividida en cuatro partes que acaecen cada una de ellas en tres días de abril de 1928 y uno de junio de 1910. Cada una de esas partes es el monólogo interior de uno de los hermanos Compson, salvo la última, narrada en tercera persona, donde la vieja criada negra Dilsey se erige en el personaje principal.

Tanto el monólogo de Benjy, el hermano menor, retrasado mental y castrado, cuya percepción no lineal de la realidad nos lleva atrás y adelante en el tiempo, como el de Quentin, el hermano intelectual favorecido por la familia para ir a Harvard en 1910, son un mosaico de voces, recuerdos y sensaciones de una audacia experimental difícilmente superable. Ambos parientes coinciden en el amor por su hermana Candance, que en el caso de Quentin, se convierte en una morbosa atracción que le lleva incluso a imaginar el incesto.

En el tercer monólogo, escrito de modo mucho más legible, el lector empieza a encajar el insólito rompecabezas que plantea Faulkner. Aquí es Jason quien nos habla, el hermano que se ha convertido en el cabeza de familia después de la debacle, provocada por el suicidio de Quentin y el repudio de Candance por su marido. La supuesta abnegación de Jason encubre una conducta codiciosa y deshonesta, y una visión racista y misógina de la vida, plasmada en su trato a los criados negros, y en el odio a su hermana Candance y a la hija ilegítima de esta.

Por último, el autor cierra el círculo en la cuarta parte, desvelando los sucios manejos de Jason y mostrándonos la ingenua religiosidad de los sirvientes negros, a través de Dilsey, el personaje más bondadoso y compasivo de esta novela feroz, en la que se aprecian ya todas las obsesiones características de Faulkner, enmarcadas en una decadente sociedad sureña ensimismada en sus prejuicios.

Una novela cuyo estilo difícil y exigente precisa de un lector tenaz, dispuesto a allanar los obstáculos puestos por el autor, en su afán innovador,  para llegar a su apasionante meollo. Encontrarán El ruido y la furia, la primera de las obras maestras de William Faulkner, en Editorial Cátedra.

Javier Aspiazu

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