El tocho. Brujas, la muerte, la obra maestra de Rodenbach

El día declinaba, ensombreciendo los corredores de la gran morada silenciosa, poniendo pantallas de crespón a los vidrios.

Hugues Vianes se dispuso a salir, siguiendo su hábito cotidiano al finalizar la tarde. Desocupado, solitario, pasaba todo el día en su habitación, una amplia pieza en el primer piso, cuyas ventanas  daban al muelle del Rosario, a lo largo del cual se alineaba su casa, reflejada en el agua.

Leía un poco, revistas, viejos libros; fumaba mucho; soñaba despierto ante la ventana abierta en el tiempo gris, perdido en sus recuerdos.

Hacía cinco años que vivía así, desde que había venido a instalarse en Brujas, al día siguiente de la muerte de su mujer. ¡Cinco años ya! Y se repetía a sí mismo: “Viudo”, “ser viudo”, “yo estoy viudo”…

Así comienza Brujas, la muerta de George Rodenbach. Este poeta y narrador belga, descendiente de una aristocrática familia alemana, frecuentó durante su estancia en París, donde moriría en 1898 a los 43 años, los círculos literarios más avanzados del momento: el que se reunía, por ejemplo, en torno al poeta simbolista Mallarmé, o el que animaban los hermanos Goncourt y otros narradores naturalistas. Aunque publicó bastante durante su breve vida, su fama postrera ha venido asociada a esta novela corta que hoy recordamos, Brujas, la muerta, editada en 1892,  donde la ciudad flamenca de Brujas, su melancólico paisaje, se convierte en un personaje tanto o más importante que las figuras que por él deambulan.

El inconsolable viudo Hugues Viane está convencido de que solo en una ciudad muerta como Brujas podrá mantener imperecedero el recuerdo de su mujer desaparecida, de la que guarda muy diversos retratos e incluso una larga trenza en un cofre de cristal. La mujer muerta se corresponde así con esta ciudad “momificada”, como alguna vez la califica el autor, poblada por el continuo sonido de campanas, ensombrecida por las altas torres de las iglesias, surcada por canales de aguas  estancadas; siempre cubierta por la bruma, la lluvia o la nieve.

Aun en este desolado panorama surge la esperanza cuando

Hugues descubre por la calle a una joven de asombroso parecido con  su mujer muerta. Resulta ser una bailarina, Jane Scott, a la que convierte en su amante con la esperanza de recobrar, de forma vicaria, a la esposa fallecida. Pero con el trato, las diferencias comienzan a apreciarse. Jane tiene el cabello teñido; su carácter es más frívolo e independiente. Las habladurías, los anónimos sobre esta relación ilícita comienzan a arreciar en la pequeña ciudad maledicente, y toda la narración se empapa de un hálito trágico confirmado en el violento final.

Rodenbach atrapa al lector desde el principio con la crónica de esta relación obsesiva y enfermiza. Las metáforas sobre la decadencia, el creciente sentimiento de fatalidad, las alusiones continuas a la correspondencia entre los estados de ánimo y el lánguido escenario, son muy del gusto de la estética simbolista, de la que Brujas, la muerta es uno de los mejores exponentes.

La editorial Vaso Roto publicó en 2011 la traducción castellana más reciente de esta novela, fascinadora y mórbida, todo un homenaje a una de las ciudades más pintorescas y maltratadas por el turismo de Europa. Brujas, la muerta de George Rodenbach.

Javier Aspiazu

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