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El tocho. El pan a secas del marroquí Mohamed Chukri

La vida me enseñó a esperar, a asimilar el juego del tiempo sin renunciar a mi cosecha. Di tu última palabra antes de morir, y llegará a conocerse sin duda. No importa su destino final. Lo más importante es que tenga esa capacidad de encender la mecha de una pasión, un dolor o una fantasía reprimida… encender un enorme fuego en la tierra baldía.

Madrugadores, trasnochadores, pesimistas y optimistas, rebeldes, adolescentes, “cuerdos” no olvidéis que “el juego de la vida” es más fuerte que nosotros. Es un juego mortal. Sólo lo podemos afrontar si vivimos nuestra propia muerte, nuestra aniquilación, sólo si vivimos al límite en agradecimiento a la vida.

Yo digo: saca al vivo del muerto.

Lo saca del hediondo y descompuesto, lo saca del empachado y del famélico.

Lo saca de los hambrientos y de los que sobreviven a base de El pan a secas”.

Este es un fragmento del prólogo de El pan a secas de Mohamed Chukri. Cuando este escritor marroquí, nacido en la región del Rif, de etnia bereber, murió en 2003, pocos dudaron de que desaparecía  uno de los mejores cronistas de la vida cotidiana en su país. Y, sin duda, el más sincero e incómodo de todos cuantos narraron las últimas décadas de Tánger como ciudad internacional, y del protectorado español en Marruecos, que coincidieron con la durísima infancia y adolescencia del autor.

Esa etapa temprana de su vida es lo que cuenta precisamente El pan a secas, concebida como la primera parte de una trilogía autobiográfica. Se publicó traducida al inglés en 1973, obteniendo un inmediato éxito internacional, convirtiéndose a los pocos años en la novela marroquí más conocida en el orbe. Sin embargo, este texto tan crudo y desgarrado, resultó excesivo para las autoridades religiosas, que lo prohibieron en el momento de su edición en Marruecos, donde no se pudo volver a leer hasta el año 2000.

Chukri cuenta la emigración de su familia desde el Rif a Tánger, en momentos de sequía y hambruna tan feroz, como para llorar de desesperación, agravada aún más por la extrema violencia del padre, cuyas palizas habituales y encarnizadas llegan a matar al hermano del autor. De Tánger la familia emigra a Tetuán y de ahí a Orán, ciudades donde Chukri, aún niño, empieza a experimentar la explotación laboral, como empleado de un café, obrero de una fábrica de ladrillos, jornalero agrícola  o vendedor callejero. Tras escapar de casa, se produce su descubrimiento del sexo y de los burdeles, y su acercamiento a la vida bohemia, viviendo en la kasbah de Tánger, entre “putas, borrachos y maricas”, y ejerciendo el contrabando para sobrevivir. Hasta que a los veinte años decide aprender a leer y escribir en árabe, una decisión que cambiará su vida.

Todos estas vivencias se vierten en forma de pinceladas, de recuerdos plasmados, en ocasiones de forma inconexa, con un lenguaje conciso, directo, incluso agresivo, en el que, de vez en cuando, destellan inesperadas metáforas. La forma explícita de narrar el sexo, de confesar el odio hacia su padre o de describir alguna de las brutales peleas en que participó, convierten la lectura de esta novela en una experiencia impactante.

Estamos ante un testimonio imprescindible para imaginar las razones históricas de la continua diáspora de magrebíes a Occidente. Encontrarán El pan a secas de Mohammed Chukri, en la editorial Cabaret Voltaire.

Javier Aspiazu

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