El tocho. La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes

Nacidos de la chingada, muertos en la chingada, vivos por pura chingadera: vientre y mortaja, escondidos en la chingada. Ella da la cara, ella reparte la baraja, ella se juega el albur, ella arropa la reticencia y el doble juego, ella descubre la pendencia y el valor, ella embriaga, grita, sucumbe, vive en cada lecho, preside los fastos de la amistad, del odio y del poder. Nuestra palabra. Tú y yo, miembros de esa masonería: la orden de la chingada. Eres quien eres porque supiste chingar y no te dejaste chingar; eres quien eres porque no supiste chingar y te dejaste chingar: cadena de la chingada que nos aprisiona a todos: eslabón arriba, eslabón abajo, unidos a todos los hijos de la chingada que nos precedieron y nos seguirán…

Este es un célebre párrafo, bastante acortado respecto del original, de La muerte de Artemio Cruz, del mexicano Carlos Fuentes. Publicada en 1962, época en que el experimentalismo literario estaba en su apogeo, esta tercera novela de Fuentes, supuso la consagración definitiva del autor como un maestro de la nueva narrativa hispanoamericana, y entre ellos, uno de los que empleaba de forma más novedosa y vanguardista las técnicas narrativas. Después del deslumbrante debut que supuso La región más transparente (1958), novela  monumental y totalizadora de la realidad mexicana, Fuentes recorta su punto de vista en La muerte de Artemio Cruz, centrándose en la capacidad del poder para pervertir los ideales, como ocurrió en la fracasada revolución mexicana.

Agonizando, el magnate Artemio Cruz, rememora su vida, pero no lo hace de forma ortodoxa. El autor escapa de la cronología habitual, saltando de forma imprevisible del futuro al pasado, y cayendo en el presente solo en ocasiones contadas, aquellas en que el moribundo Cruz se deja llevar por sus dolorosas sensaciones, momentos en que el autor intenta expresar los pensamientos caóticos e involuntarios de un agonizante. Tras luchar con el general Obregón en la guerra de facciones en que se convirtió la Revolución Mexicana, Cruz se casa con Catalina Bernal, la hermosa hija de un terrateniente, convirtiéndose en un hacendado ávido y astuto, cada vez más poderoso. Olvidado todo ideal, su único amor pasa a ser entonces la “propiedad de las cosas, su posesión sensual”.

Obra concebida como un mosaico de voces narrativas, en la que destaca la segunda persona en tiempo futuro, como si el personaje central (y a veces todo el universo en torno a él) hubieran de cumplir un destino misteriosamente impuesto, estamos ante una novela que asombra por el dominio del lenguaje y su audaz estructura, aunque quizá no interese o conmueva al lector en la misma medida. Solo escasas páginas, como las que recogen el vívido recuerdo de la india Regina, el primer amor del joven capitán Cruz, asesinada por fuerzas contrarias, o el cariño incondicional del mulato Lunero, que le cría, en su orfandad, hasta los trece años, consiguen elevar la temperatura afectiva de este alarde lingüístico, de formidable potencia expresiva, pero escasa resonancia emocional.

Aún así, hay en esta novela espléndidos juegos verbales como el de ese irreverente símbolo de la mexicanidad, la “chingada” (con el que encabezo este comentario), que la harán siempre célebre. Solo por eso merecerá múltiples relecturas. La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en editorial Cátedra.

Javier Aspiazu

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