Jose Luis Carnero y los hombres que caminan solos

Hace casi dos años José Ignacio Carnero, un abogado bilbaíno afincado en Cataluña, nos sorprendió a todos con una novela, un ejercicio maravilloso de autoficción, titulado ama. Esa novela era un homenaje a su madre y de rebote a todas esas personas que debieron abandonar sus lugares de nacimiento para buscar un futuro mejor para ellos y para sus hijos. Eran emigrantes que llegaron a Euskadi y las pasaron canutas antes de poder reconducir sus vidas. Emigrantes que cifraban todas sus esperanzas en que sus hijos dieran aquellos pasos, que ellos no pudieran dar: que estudiaran, que se formaran, que sacaran adelante una carrera y que tuvieran una vida menos azarosa que las suyas, más feliz. La novela era un canto de agradecimiento, una declaración de amor a una madre que murió de cáncer. En el camino el protagonista, el autor muchas veces, se cuestionaba a sí mismo y, de alguna manera, aprendía a conocerse, a no renunciar a lo que era, a no renunciar a sus orígenes de clase (¡qué raro suena esta expresión en estos tiempos de palabras vacías!). Lo dicho, un libro magnífico.

Ahora Carnero ha decidido seguir por la misma línea de autoficción para hablarnos de él, y de alguna manera también de la relación con su padre viudo. Para hablarnos de esos hombres –muchos- que son incapaces de comunicar sus sentimientos. Esos hombres que, como dice el título del libro aparentemente son “hombres que caminan solos”. Esa incapacidad de muchos hombres de hablar de sus problemas con otras personas deriva bastantes veces en la depresión. Y eso es lo que se cuenta en esta novela, cómo alguien cae en la depresión e intenta superarla, soslayarla, con las únicas herramientas que conoce, que en el caso de Carnero son “escribir” y “hablar”, hablar con mujeres a través de aplicaciones de contactos, de citas, como Tinder.

Todo empieza así. El protagonista está cuidando en Euskadi a su padre enfermo en un hospital. Allí, con la depresión rondando, comienza a comunicarse con Paula, una mujer que vive en Argentina. Ante la imposibilidad de conocerse físicamente, hablan y hablan sin parar por teléfono. Pero el monstruo depresivo no descansa y en invierno, cuando nuestro héroe deja Euskadi tras cuidar a su padre y vuelve a Barcelona donde vive y trabaja, llega la bruma, la oscuridad, la angustia, la nada. Es un tiempo de tristeza pero a la vez, paradójicamente, de sosiego y serenidad. Y claro, no pide ayuda, porque “los hombres” no hacen esas cosas. Menos mal que tiene a Laia, una vieja novia que le va empujando, que le anima a salir, a ponerse en marcha. Y entonces llega la decisión, viajar a Buenos Aires para encontrarse con Paula. Y aquí se inicia una situación kafkiana, muy de Pirandello: Paula no aparece, está fuera de la ciudad. Pero sin embargo, contra todo pronóstico, nuestro héroe no se arredra: pasea, lee, escribe. E inicia una relación cordial con su vecina Malena, que está en la cincuentena, que ha pasado el cáncer y que no hace otra cosa que hablar por teléfono con su anciana madre, una y otra vez. Hasta que, sin conocer a Paula, el protagonista vuelve a Barcelona y comienza a salir el sol. Y súbitamente su padre Antonio, ya recuperado, le propone viajar a Cádiz al funeral de Mario, un tipo extraño al que conocieron en el hospital cuando el padre estaba ingresado. Y es cuando se produce el encuentro de los hombres solos.

Ya sé que es raro, y hasta cursi, decir de un libro que es hermoso, que su escritura destila belleza. Pero es así. El nuevo libro de José Ignacio Carnero es triste pero esperanzador, oscuro y luminoso a la vez. Es mejor que el anterior, y eso que ama era una pequeña joya, una delicada obra de orfebrería. Estamos ante una poderosa reflexión sobre los hombres y sus sentimientos en este tiempo en el que su rol ha cambiado, como debía ser, porque las mujeres han decidido decir “basta” al machismo y han tomado las riendas de su vida. ¿Hay conclusión en esta novela? Creo que sí. Que la vida, la buena vida, se resume en tener un amor, quizás una familia, y un trabajo. Grande Carnero.

Enrique Martín

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