Taxis, chocolate amargo

Queridos todos,

Los taxis en La Paz, al igual que en cualquier otra ciudad del mundo, son como diría Forrest Gump como una caja de bombones; nunca sabes lo que te va a tocar. Y claro, yo, que siempre me consideré una exploradora, pruebo fortuna cada día para ver si me toca chocolate dulce o amargo. La verdad es que últimamente me he encontrado con un saborcito más bien agrio, por no decir que me he topado con chocolates más negros que “los cojones de un grillo”, y disculpen por la expresión. Y es que son varias las peripecias que he vivido con los conductores de esta ciudad y cómo no, también con la variopinta fauna que en ellos se sube.

Hace algún tiempo me subí en uno para ir al sur de la ciudad. Yo me había levantado más feliz que una perdiz, porque me iba a elogiar como la que más, al capitalismo feroz; quería gastar como una posesa y comprar lo incomprable. La tarifa hasta el sur siempre es de 15 pesos y lo sé, de muy buena fuente, porque pago eso cada día cuando voy a mi trabajo. Al llegar a destino, le dije al taxista: “maestro, cuanto le debo?”. Él, viéndome cara de gringa, contestó: “señorita, son 18”. Yo, muy sabionda, le dije: “siempre son 15, así que 15 le daré”. A lo que él añadió: “son 18 hasta aquí”. Como ya conozco esta película, le di 15 y abrí la puerta para salir. Él muy airoso sentenció: “usted lo que es, es una puta de mierda”. Yo, en rebelión ante tan crueles y dolorosas palabras bajé del taxi, le dije imbécil con voz de pito y dejé la puerta abierta. “Que se esfuerce al menos en cerrarla”, pensé.

Conociendo mi carácter y el imán tremendo que tengo para atraer rarezas, podéis imaginar que esta no ha sido mi única aventura. He conocido taxistas que se han negado a llevarme a algún lado “porque había llovido y la carretera estaba mojada”, que se han negado a encender las luces por la noche “porque así el coche gasta más”, que me han querido cobrar de más “porque cuesta arriba, el auto consume más”, que iban a toda pastilla “porque así, se ahorra gasolina” o que han pinchado en mitad de la carretera y como premio me han dicho: “bájese y adiós muy buenas”.

La gota que colmó el vaso, me ocurrió la semana pasada. Esa vez viajaba en un trufi, que es un taxi compartido en el que se suben hasta 6 o 7 pasajeros, apretaditos como sardinas. De hecho, el freno de mano no existe porque en su lugar colocan una colchonetilla de medio pelo, para que se siente otro pasajero más.

En fin, que en el trufi, una señora muy aseñorada comenzó a charlarme como si nada.  Al saber que yo era españolita, la Mary se emocionó y me habló de sus ancestros, todos ellos de la Madre Patria.  Orgullosa y conservadora como ninguna, me habló de los blancos, los indígenas, los criollos, la importancia de su apellido y bla bla bla. Yo, a pesar de que estaba medio dormida, sentía que me empezaba a calentar. La conversación llegó a su punto más álgido cuando la doña, no sé a santo de qué, me soltó todo un discurso sobre la importancia de no repartir las tierras: conservar los latifundios en manos de las familias “bien” de toda la vida. Vamos, que acababa de conocer a la Duquesa de Alba Boliviana. Cuando ya no podía aguantar ni un segundo más en silencio sepulcral, yo, roja confesa de toda le vida, le contesté: “pues que quiere que le diga, señora, a mi esto del latifundio, no me parece”. La señora, un tanto enfadada, me recriminó: “tú dices eso, porque no sabes nada de nada, de nada, de nada, de nada”.

Mudita me quedé. Luego pensé que quizá era el momento de empezar a viajar en triciclo, en monopatín, o en lo que fuera.

Buen día y mucha suerte a todos,

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