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John Ruskin

Uno de los miembros más destacados de la Hermandad Prerrafaelita, J. E. Milliais, retrató a Ruskin de acuerdo con los postulados de la nueva pintura

El movimiento Prerrafaelita se desarrolló en el seno de una sociedad, la victoriana, que cambiaba velozmente en respuesta  a un proceso de constante evolución, mediatizado por la industrialización y sus inevitables transformaciones. Esta evolución dio comienzo generaciones antes de que surgiera la Hermandad y fue gestando el ambiente propicio para la su aparición, a mediados del siglo XIX.

Uno de los grandes artífices del cambio de rumbo que tomó el pensamiento artístico y su formulación práctica, representado por la Hermandad Prerrafaelita, fue el teórico y crítico de arte John Ruskin, considerado una de las mayores personalidades del panorama artístico británico, de época victoriana.

Ruskin fue atípico en muchas cosas. Nació a comienzos de siglo, en 1819, el mismo año que la reina Victoria , en el seno de una familia profundamente religiosa, de gustos algo excéntricos para la sociedad de la época. Su educación corrió a cargo de sus propios padres y de diversos tutores, sin que el joven Ruskin acudiera jamás a la escuela. Los viajes familiares formaron buena parte de su formación. Pero, al contrario que a sus compatriotas y contemporáneos, los Ruskin desdeñaban las rutas habituales trazadas por el Grand Tour y preferían los salvajes paisajes alpinos a las ruinas romanas o, incluso, al Vaticano. Los gustos familiares eran más proclives a lo romántico y anticlásico.

Probablemente, este estudio de una roca, realizado por Ruskin durante un viaje al que le acompañó Milliais, sirviese de inspiración a este último, para pintar el retrato del primero.

Resultó inevitable que estas peculiaridades familiares acabasen formando parte de su personalidad. Así, Ruskin prefería el arte gótico a la antigüedad clásica, llegando incluso a proclamar “los italianos tienen por bárbara a la arquitectura gótica. Yo tengo a lo griego por pagano“. Al mismo tiempo, sintió aversión por los artistas barrocos, tan codiciados por las principales casas inglesas. Desdeñó a los artistas de los siglos XVII y XVIII, especialmente a los paisajistas holandeses y sintió un profundo apego por la pintura de su compatriota J.M.W. Turner, la cual consideró absolutamente veraz.

Según Ruskin, la pintura posterior al Renacimiento fue sometida por reglas y fórmulas rígidas que le impedían guardar fidelidad a la naturaleza. Era, precisamente, esa la razón que la convertía en un tipo de arte no válido a sus ojos. Unos ojos que adoptaron, además, una fuerte inclinación por observar esa naturaleza desde un prisma marcadamente científico.

Este compendio de gustos y actitudes frente al mundo y al arte, se podía observar claramente en la obra de Ruskin. Porque no sólo fue un crítico artístico de afiladísima pluma, sino que también fue un magnífico dibujante que cogió el lápiz prácticamente cada día de su vida. Su modo de entender el arte y de plasmarlo influiría decisivamente en la trayectoria y la forma de hacer de la Hermandad Prerrafaelita.

A pesar de ser un gran imitador del estilo de otros artistas, gracias a su increible capacidad de asimilación, llegó un momento en el que Ruskin sintió una especie de revelación en lo que al arte se refiere. Ocurrió mientras pintaba unas hojas de hiedra junto a un tocón. Según él mismo expresó, nadie le había dicho que podía pintar, simplemente, lo que tenía delante. En adelante sería la Naturaleza la encargada de componer sus obras y dotarlas de toda belleza.

Sus dibujos carecen de composición explícita, creada mediante reglas académicas. Se dejan llevar por la propia naturaleza. Contienen muchos espacios en blanco y raramente parecen terminados. Son pinturas y dibujos sencillos para una nueva sociedad. Persiguen la idea romántica de que toda existencia es sagrada, a la vez que consideran que todo lo que existe es susceptible de convertirse en objeto de inspiración artística.

Ruskin supo, sobre todo, hacer ver a los nuevos artistas que ya no eran meros artífices, sino que debían ser vehículos de comunicación de una vida y una naturaleza completas y absolutas, frente una sociedad que no paraba de cambiar y que estaba empezando a dejarse fragmentar en modernas categorías que separaban distintas facetas de la existencia.

Itziar Martija: