Existe la creencia generalizada de que el siglo XX, junto a grandes logros de la humanidad, nos dejó el periodo de máximo conflicto de la historia. Las dos guerras mundiales, junto con las políticas de exterminio nazi y stalinista, dejaron millones de muertos. En particular, el recurso a la bomba atómica ha dejado una marca negativa, aparentemente indeleble, en nuestra consideración para con el siglo. Fueron, efectivamente, millones las personas que murieron víctimas de la violencia.
Pero a pesar de ello, lo cierto es que el siglo XX no fue, seguramente, un siglo tan cruel. No lo fue, desde luego, si echamos la vista atrás y hacemos un repaso de la historia, hasta donde ello es posible.
En general se piensa que las guerras comienzan con la aparición de la agricultura y los asentamientos estables, como pronto, hace 15.000 años. Pero eso no está tan claro. En las modernas sociedades cazadoras-recolectoras se producen tasas de mortalidad de varones que, aunque muy variables, son altísimas, del orden de 20 o 30 más altas, -y como mínimo diez veces mayores-, que las correspondientes tasas resultantes de los conflictos entre potencias industriales del siglo pasado. Lógicamente, hay que pensar en términos porcentuales, no en cifras absolutas. En la Edad Media, también se producían diez veces más asesinatos que en el pasado siglo. Y todo indica que el tiempo nos ha venido haciendo más y más pacíficos, en contra de lo que piensan quienes se adhieren al mito del buen salvaje.
Y bien pensado, parece lógico que las cosas vayan en esa dirección. Steven Pinker sostiene que hay varias razones para ello: El primero es la constitución de estados estables con sistemas legales y fuerzas policiales efectivos. El segundo es el aumento de la esperanza de vida que hace que sea más lo que se puede perder de poner en riesgo nuestras vidas participando en un conflicto bélico. El tercero es el progreso de la globalización y las mejoras en las comunicaciones, pues han aumentado nuestra interdependencia y nuestra “proximidad” y contacto con los diferentes. Son, según él, las fuerzas de la modernidad las que hacen las cosas cada vez mejores.
Lo siento, pero no lo puedo evitar. Soy optimista. Nací decidido a ser feliz como aquel colega que dio título a una entrada anterior. Y espero que ni la gripe porcina ni ningún aguafiestas consigan hacerme cambiar de ánimo.
Nota: Las afirmaciones categóricas proceden o están basadas en un artículo (The end of war) del último número de New Scientist (4 de julio de 2009) y del capítulo 3 de “La tabla rasa” de S. Pinker.
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