La revista New Scientist, en su número del 14 de noviembre, da cuenta de los resultados de un experimento reciente sobre el gen Foxp2. A este gen, que es una especie de controlador maestro, se le ha llamado, de una forma un tanto frívola, el gen del lenguaje, porque cuando se encuentra inactivo en humanos, estos sufren serios problemas en el habla y el lenguaje. Otras especies animales que carecen de lenguaje, y muy diferentes además, también tienen su versión de este gen.

En 2002 un grupo de investigadores alemanes encontró que hay dos pequeñas diferencias en la proteína cuya síntesis codifica este gen en chimpancés y en seres humanos, por lo que se piensa que esas diferencias han resultado claves en la evolución del lenguaje en nuestra especie.

G. Konopka y D. Geschwind, de la Universidad de California en Los Ángeles han cultivado células cerebrales humanas que carecían de Foxp2 y han añadido a un grupo de ellas la versión humana de Foxp2 y al otro grupo la versión de chimpancé. A continuación registraron los genes que se vieron afectados por su influencia. Son centenares los genes controlados por Foxp2, pero fueron 116 los que respondieron de forma diferente al gen humano.

Los investigadores no se sorprendieron al observar que de esos 116 genes, unos están implicados en tareas tales como desarrollo cerebral -y pueden ser asociados con procesos cognitivos-, otros en el control de movimientos y del desarrollo de tejidos faciales y laríngeos que son esenciales en la articulación de sonidos.

Parece ser que los cambios que presenta la versión humana de Foxp2 aparecieron en algún momento durante el último medio millón de años de evolución humana, periodo durante el que se piensa que surgió el lenguaje. Además, parece que los 116 genes afectados de forma diferente por las dos versiones del gen controlador, la humana y la de chimpancé, también se han modificado durante el mismo periodo de tiempo, por lo que podría ser que todos ellos hayan evolucionado en concierto.

Las cosas son, seguramente, más complicadas, pero no deja de resultar sugerente, y a la vez impresionante, que dos pequeños cambios en un gen tengan efectos tan profundos y de tanta importancia.

Juan Ignacio Pérez Iglesias

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