Coches y furgonetas entran hasta la cocina. Vecinos de Bengasi peregrinan hasta la prisión central de la ciudad para llevarse todo lo que pueda tener alguna utilidad. Poca cosa queda después de dos semanas de revolución y el incendio de rigor. Como todos los edificios del antiguo régimen, la prisión fue pasto de las llamas y los calabozos están calcinados. Una cabeza de camello en avanzado estado de putrefacción preside el campo de fútbol de los reclusos. Abdul Hafiz pasó “varios años” entre estos muros y ahora está de visita con su familia. Le encerraron “por tráfico de drogas, la única solución que encontré para salir de la miseria absoluta y alimentar a los míos”, se justifica mientras recuerda su salida del penal. “Fue increíble, la revolución en las calles se contagió al interior de las celdas y toda la prisión se alzó contra los guardias. En apenas 48 horas nos abrieron las puertas y todos quedamos libres después de una batalla campal en la que destrozamos el lugar”, relata antes de subirse a su furgoneta y poner rumbo a casa.
La huida de los presos en 48 horas recuerda a la espantada de la prensa internacional de Bengasi. Hay varios factores que explican este adiós. Primero el tsunami de Japón que ha relegado a Libia a un segundo plano informativo; segundo el estancamiento de la situación en el plano militar, aunque el avance militar de Gadafi hacia Bengasi parece imparable y, tercero, precisamente este avance que puede provocar la toma de Ajdabiya, la antesala a Bengasi y una ciudad desde la que en tres horas -por una carretera directa- los fieles a Gadafi se pueden plantar en Tobruk y cerrar el paso hacia la frontera.
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