Según sus propias memorias, a comienzos de la década de 1850, Hunt sufrió una conversión personal, un hallazgo de Dios, que quedó plasmado en la que, posiblemente, sea la más reproducida de todas las pinturas inglesas del siglo XIX, La luz del mundo. En ella, la figura del Salvador, iluminando su camino con un solo farol, se acerca a una puerta que parece cerrada desde siempre. Que ni siquiera tiene un tirador que permita abrirla desde fuera. Completamente cubierta de enredaderas, la puerta es una metáfora del corazón humano que se cierra a la llamada de lo divino.
La pintura ilustra un pasaje del Apocalipsis que dice así: Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos. (Ap. 3:20). Hunt, de creencias protestantes, decide no representar ninguno de los sacramentos, sino apelar al corazón pecador de cada individuo.
En La Luz del mundo, Hunt creó un eficaz símbolo religioso que se tradujo al ámbito más mundano en su obra El despertar de la conciencia, en la que puede verse, de nuevo, esta idea de la sacudida del espíritu y de la iluminación personal.
Con la intención de enfatizar la experiencia personal del espectador de cara experimentar cada escena de un modo lo más emocional posible, Hunt se sirve de su increíblemente precisa técnica, que representa de un modo hiperrealista hasta el más pequeño de los detalles del cuadro. Esta necesidad de ser absolutamente fiel a la naturaleza le llevó también a emprender un exhaustivo estudio de la Biblia y a viajar a Tierra Santa con el fin de representar los paisajes reales en los que tuvieron lugar los acontecimientos plasmados en sus obras.
Se puede afirmar que Hunt supo crear este poderosos simbolismo religioso utilizando imágenes de fácil lectura para el público victoriano de su época. Sus composiciones se construían en base a un lenguaje común a sus contemporáneos, de forma que apelaban, directamente, a su individualidad.