A vueltas con la felicidad y la riqueza

La felicidad de las personas de un país está relacionada con la riqueza de sus gentes. Eso parece cumplirse si, en un momento dado, se analiza el modo en que varían felicidad e ingresos en la comparación entre unos países y otros e, incluso, al analizar ambos términos dentro de un mismo país. Sin embargo, la felicidad no aumenta o disminuye a lo largo del tiempo a la vez que lo hacen los ingresos; esto es, el aumento de los ingresos de las gentes de un país a lo largo del tiempo no va acompañado por un aumento en la felicidad de esas gentes. En ese curioso contraste consiste lo que se conoce como la “paradoja felicidad-ingresos”.

Debo aclarar que al decir “felicidad”, me estoy refiriendo a lo que se denomina “bienestar subjetivo”, tal y como se determina de manera estándar a partir de las respuestas que se dan a determinadas preguntas incluidas en encuestas de opinión en las que se preguntan muchas otras cosas.

Hace unas semanas vimos (aquí) que, en comparaciones entre individuos de diferentes niveles adquisitivos, los ingresos sí inciden en la evaluación que hacemos de nuestra vida, aunque no tanto en los estados emocionales positivos o negativos. Y también hemos visto (aquí) que la satsifacción con la propia vida puede variar con el tiempo, a mejor o a peor, pero que esas variaciones dependen de varios factores y de las decisiones que vamos tomando en relación con diferentes opciones vitales, como son el tiempo que dedicamos al trabajo, la intensidad y amplitud de nuestras relaciones sociales, el nivel de actividad física que practicamos, y otras.

A la vista de este conjunto de observaciones, me atrevo a aventurar la idea de que para que aumente la felicidad de los ciudadanos de un país a lo largo del tiempo, es necesario que crezca la riqueza de ese país y que ese crecimiento beneficie la situación económica de sus habitantes. Y sin embargo, siendo necesario, no sería suficiente con eso. Seguramente será también necesario que ese mayor nivel económico se traduzca en o vaya acompañado por las formas y hábitos de vida que proporcionan mayor satisfacción. En otras palabras, y aunque suene tópico, la riqueza sirve de poco si esa riqueza no nos proporciona una vida más satisfactoria en otros aspectos, como pueden ser los de las relaciones sociales, la relativos a la salud, los culturales, etc.

Es posible que aunque en los últimos años o décadas se hayan producido variaciones importantes en el nivel de riqueza de muchos países, para que aumente de forma significativa el grado de satisfacción con la vida en ellos, quizás es necesario que, además, esa mayor riqueza se convierta, a su vez, en hábitos de vida más satisfactorios. Al fin y al cabo, los países en los que los ciudadanos afirman estar más satisfechos con sus vidas son países en los que hace ya décadas que se alcanzaron grados de bienestar equivalentes o próximos a los actuales, países en los que ha habido tiempo más que suficiente para que la riqueza y el bienestar haya dado lugar a una vida más sana, más placentera y más gratificante en lo social, en lo educativo y en lo cultural. Si no, no se entendería que en la comparación entre países se observe que la felicidad depende del nivel económico.

Richard A. Easterlin, Laura Angelescu McVey, Malgorzata Switek, Onnicha Sawangfa, y Jacqueline Smith Zweig (2010): “The happiness–income paradox revisited” PNAS 107 (52): 22463-22468.

Juan Ignacio Pérez Iglesias

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