Como escribí aquí hace algo más de un mes, aunque hombres y mujeres no seamos tan diferentes en tamaño, nuestra especie presenta un gran dimorfismo sexual. Los varones tenemos más masa muscular que las mujeres, un 60% más aproximadamente. Y esa es mucha diferencia. Según algunas teorías, eso indicaría que en el curso de la evolución humana los varones recurrieron a sus músculos para emparejarse. Esto es, ese mayor desarrollo muscular sugiere que los varones habrían competido físicamente entre sí por las mujeres, lo que quiere decir que quizás no eran las mujeres las que elegían pareja, sino que más bien, ocurría lo contrario. El año pasado, W. D. Lassek y S. J. C. Gaulin examinaron esta cuestión desde la perspectiva de las ventajas y de los costes que representa esa mayor masa muscular masculina. La ventaja hipotética es, claro está, un mayor éxito reproductior (mayor descendencia), y las desventajas son las que se derivan de los costes de construir y mantener esa masa muscular: mayor necesidad de alimento y un sistema inmune más débil.

La masa muscular es, en promedio, un 61% más en hombres que en mujeres, pero llega a ser un 75% más en los brazos y, como consecuencia, los hombres tenemos casi el doble de fuerza (un 90% más) que las mujeres en la parte superior del cuerpo. En la parte inferior el desequilibrio es menor, pero así y todo la masa muscular masculina es un 50% mayor que la femenina y la fuerza, un 65% mayor. El hecho de que la apariencia exterior de hombres y mujeres no sea tan diferente es debido a la grasa corporal, que compensa en cierto grado la diferencia en proteinas musculares. En resumidas cuentas, parece claro que hay un dimorfismo acusado en este rasgo y es de suponer que ese aparataje muscular no es ningún capricho, sino que cumple alguna función específicamente masculina.

Lassek y Gaulin han analizado datos correspondientes a varones norteamericanos de entre 18 y 59 años. No evaluaron de forma directa el éxito reproductor, entre otras cosas porque en las sociedades modernas no resulta una variable muy fiable para valorar estrategias adaptativas; en su lugar recurrieron a un indicador, que fue el número de parejas sexuales, actuales y del último año, de los varones. Está claro que este indicador tiene sus pegas, pues los varones pueden mentir y de hecho lo hacen, pero también se sabe que las mujeres suelen preferir hombres musculosos y, según los autores, aunque con cautela, el indicador merece suficiente credibilidad. El caso es que en este estudio encontraron que, -controlados los efectos de la edad, el estado matrimonial y el índice de masa corporal-, la “muscularidad” (medida como masa corporal sin grasa o como volumen muscular de las extremidades) es un buen predictor del éxito sexual (y de ahí se deduciría el éxito reproductor) y de la edad de la primera relación sexual. Este resultado es curioso, porque lo que indica es que sí se habría producido selección sexual. Esto es, al margen de que esa masa muscular hubiera servido en el pasado para desplazar a otros machos en la competencia por las hembras, el hecho de que los hombres musculosos resulten más atractivos a las mujeres, quiere decir que ellas los preferían así o bien porque esos músculos indicaban “buenos genes” en general, o bien porque proporcionaban otro tipo de “bien” valioso (defensa más eficaz, más capacidad de trabajo, etc.). En cualquier caso, se trata de una forma de selección sexual y, por lo tanto, de un indicador de que las mujeres sí elegían pareja, no se limitaban a ser el sujeto pasivo de la elección masculia.

Pero a cambio de las ventajas que confiere una mayor masa muscular, los autores del trabajo también encontraron que, efectivamente, esa mayor muscularidad conlleva ciertos costes. Por un lado los hombres llegan a consumir hasta un 50% más de energía alimenticia y ese consumo está altamente correlacionado con la masa muscular. Por lo tanto, los músculos salen caros. Y además, los parámetros que indican la capacidad del sistema inmune también dan cuenta de una mayor debilidad inmunológica en machos con mayor grado de muscularidad. Así pues, los machos más fuertes lo son en términos exclusivos de fuerza física, porque ocurre lo contrario con la fortalez frente a la acción de patógenos. Así pues, si bien es cierto que los músculos reportan ventajas reproductivas, también lo es que conllevan unos ciertos costes de supervivencia.

Lassek y Gaulin acaban haciendo dos consideraciones al final de su trabajo. En la primera de ellas explican el aparentemente escaso dimorfismo sexual humano como el resultado de una alocación de recursos dispar en hombres y mujeres. Los hombres destinan una parte sustancial de ellos a producir músculos, mientras que las mujeres los destinan a acumular materiales necesarios para construir cerebros. El resultado no se manifiesta en cuerpos con aspecto muy diferente en cuanto a su masa, sino en patrones de almacenamiento y disposición corporal diferentes.

Y en la segunda consideración proponen que sobre los varones humanos han actuado dos presiones selectivas diferentes. La presión selectiva que favoreció buenas defensas inmunológicas y escasa necesidad de alimento (selección natural) se contrapuso a la que favoreció gran desarrollo muscular (selección sexual), lo que explicaría la gran diversidad de masas corporales y grados de muscularidad que hay en los varones humanos. Soy de la opinión que esta segunda también tiene una cierta componente de selección natural, pero en cualquier caso, la idea de que puedan actuar de forma contrapuesta dos tipos de presiones selectivas es muy sugestiva. Y merecería la pena estudiar ambas presiones en contextos ambientales diferentes, porque creo que la variabilidad ambiental es fundamental para explicar una posible coexistencia prolongada de ambas formas de presión selectiva.

Referencia: William D. Lassek y Steven J. C. Gaulin (2009): “Costs and benefits of fat-free muscle mass in men: relationship to mating success, dietary requirements, and native immunity.” Evolution and Human Behavior 30: 322-328

Juan Ignacio Pérez Iglesias

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