Por Igor Fernández.
No es mi intención hacer un discurso filosófico con respecto a la verdad o la moral, porque de por sí estos términos se escapan a mi capacidad y entendimiento. Digo esto porque, según la Real Academia de la Lengua Española, “la” es un artículo demostrativo cuya función principal es asociar el contenido semántico del sustantivo al que acompaña con un referente concreto, consabido por los interlocutores. Es decir, que para hablar de LA verdad, LA realidad, preferiría conocerla, por lo que me permitiréis que haga hincapié en la parcela de verdad que yo interpreto.
Cuando estamos en relación con otras personas, presenciamos lo que les duele, enfada, y ellos perciben lo que nos alegra o sorprende, es inevitable tratar de conocer las causas de esos estados. ¿Por qué se pone así cuando le hablo de esto? ¿cómo es posible que se enfade por aquella tontería? ¡Es imposible tener miedo a eso!, y así cientos de preguntas similares que quien más y quien menos se ha hecho alguna vez. Es cierto que, culturalmente (y puede que también genéticamente), compartimos ciertos estímulos que elicitan ciertas emociones comunes en un grupo de iguales, sin embargo, existen siutilezas individuales que hacen que el mismo estímulo sea vivido con matices sorprendentemente diferentes. Como muestra un botón ¿es siempre y en todo caso un embarazo una buena noticia? ¿es siempre y en todo caso un despido una mala noticia? ¿es siempre y en todo caso una broma un motivo de risa?
En una sociedad cada vez más atareada, más centrada en lo individual, más relativista, parece paradójico el egocentrismo y el fundamentalismo emocional por ende. Una de las ideas irracionales que Albert Ellis describió fue “sólo hay una manera de hacer las cosas: la manera correcte”, que normalmente suele ser también la mía.
¡Qué lío! ¿verdad? Parece que estamos meando fuera del tiesto. ¿qué tendrá que ver esto con las emociones, lo que siento? ¿Por qué nos empeñamos en aunar criterios, en estandarizar las respuestas emocionales?
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