Prometí y volví a prometer que no te leería. Quizá porque el verbo leer no tolera las recomendaciones vehementes y soporta mal el imperativo. Demasiada gente me lo había sugerido. Encarecidamente. “Tienes que leerlo” “No te lo puedes perder”
¿Resultado? Ninguno.
Bueno, sí. Te condené al almacén de mis libros ¿olvidados?, a compartir estantería / nicho con
Demasiados temores: que leerte fuera un acto de puro masoquismo como quien lee y se regodea en los puntos rojos de su analítica, en los debes de su balance; que los recuerdos-pesadilla actuaran como “bombas racimo”, como cerezas en el frutero de la memoria del que nunca salen solas.
Me equivoqué. Y abjuré. Y te leí. Y me alegro.
Hoy siento un regusto agridulce al desdecirme. No me gusta equivocarme, aunque es un ejercicio que practico con profesionalidad.
¿Recompensa? Disfrutar de horas de lectura. Devorarte. Aprender/desaprender contigo. A “darme permiso” no sólo a abandonar una lectura, sino también a darle una oportunidad a la próxima. Sin prejuicios.
Y que, para cicatrizar, tenemos que limpiar la herida. De lo contrario, cerrará en falso.
Y que, leer (además de hablar) también es útil para deshollinar la chimenea de nuestras pesadillas y encender nuevos sueños.
Y que, para pasar página, tenemos que leer la previa para no perder el hilo argumental, la lógica del relato.
Y que, … “Nos esforzamos por darle un sentido, una forma, un orden de la vida y -al final- la vida hace con una lo que le da la gana. Y que lo digas”
Y que “no podemos fabricar miel sin compartir el destino de las abejas”.
Y que, nunca y siempre son adverbios temporales demasiado categóricos para un tiempo afortunadamente impredecible. Demasiado rotundos.
Adverbios con obsolescencia programada para un presente y un futuro no escritos. Por escribir. Y por leer.
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Javier... me has dejado con las ganas... ¿qué libro es?