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Inteligencia emocional o Inteligencia artificial: ¿Qué queremos?

Recientemente, una gran amiga me habló maravillas del ChatGPT. Sus palabras textuales al respecto fueron: “es lo mismo de cuando se inventó el teléfono; nos tenemos que subir a este carro, o, si no, nos quedamos atrás”. Mi amiga es una ingeniera electrónica que vive inmersa en el mundo del big data y del manejo de la información en los submundos de la red; algo que va más allá de las simples búsquedas en Internet que hacemos el común de los mortales.

Por otra parte, también se empieza a escuchar en los medios de comunicación que grandes conocedores del tema, así como agencias gubernamentales, se declaran en contra del desarrollo de la inteligencia artificial (Duque Ametxazurra, 2023), de la cual el ChatGPT es un integrante más. Sin duda, la IA es un asunto que no deja indiferente; sólo en lo que va de mes en la web del periódico El País hay 29 artículos o posts relacionados con la IA [búsqueda realizada el 16/04/2023; palabras claves: Inteligencia Artificial]. Estos artículos o posts van desde análisis de la IA propiamente dicha y su influencia en nuestra vida cotidiana a otros que, simplemente, narran la creación de imágenes, vídeos o libros  realizados  con la ayuda de la IA.

Soy un gran desconocedor del tema, y aunque me gusta la tecnología y soy un consumidor medio, reconozco, honestamente, que no tengo los elementos para un análisis serio y contundente sobre el tema que me lleve a decantarme por una u otra valoración.

Según la Wikipedia (2023a), el término inteligencia artificial “se aplica cuando una máquina imita las funciones «cognitivas» que los humanos asocian como competencias humanas, por ejemplo: «percibir», «razonar», «aprender» y «resolver problemas»”.

Pero no debemos creer que nuestra sociedad ha llegado a esto de la IA de golpe y porrazo.  Desde hace mucho hemos ido integrando la tecnología a nuestra vida.  Es más, ya no vivimos o nos desplazamos sin un teléfono en el bolsillo, un geolocalizador; nos hemos ido acostumbrando a publicar nuestras vidas, dónde estamos, lo que comemos, lo que compramos en las redes. Hemos puesto nuestras vidas en manos de la tecnología. Nos hemos habituado a que cuando hablamos de un tema, automáticamente, en nuestro móvil aparece publicidad sobre ello; a que cuando llegan los períodos vacacionales, aparecen en el escritorio de nuestro ordenador o teléfono imágenes de lugares paradisiacos; a que Netflix y las plataformas de televisión, nos sugieran qué ver, gracias al algoritmo, según nuestras elecciones previas.

Vivimos en una sociedad donde corremos el riesgo de ser esclavos de la tecnología, de un sistema informatizado que nos organiza la vida y nos dice: qué hacer, donde ir, qué comer, qué comprar, dónde comprar, cuántos pasos dar y que, incluso, controla nuestro sueño. Nos va marcando, a través de las redes sociales o de otras herramientas, los patrones de belleza, de vestido, de formas de interactuar y de flirtear, de comportarnos, de consumir, de disfrutar el ocio, etc. Vivimos en una sociedad que promueve que lo que nos identifica como personas, es la capacidad de poseer, de comprar, de tener, de hacer cosas (Cerviño, 2023). Y, lo peor, es que creemos que eso lo hacemos libres de condicionamientos.

Evidentemente estas redes, esta aplicaciones que nos rodean, no son IA, pero sin duda, se trata de un primer paso hacia una dependencia de nuestras vidas de las tecnologías, que van controlando nuestra forma de vivir, de hacer, de sentir, etc. Ahora bien, nos tenemos que hacer la pregunta: ¿También nuestra llegará el momento en que nuestra inteligencia emocional sea controlada con por la tecnología?

Sabemos que la inteligencia emocional (IE) se refiere a “la capacidad de los individuos para reconocer sus propias emociones y las de los demás, discernir entre diferentes sentimientos y etiquetarlos apropiadamente, utilizar información emocional para guiar el pensamiento y la conducta, y administrar o ajustar las emociones para adaptarse al ambiente o conseguir objetivos” (Wikipedia, 2023b). Para la tecnología, un reto ha sido, y es, poder reconocer nuestras emociones bien sea a través de nuestras expresiones faciales, vibraciones, secreciones u otro medio.  Pero aquí tenemos que preguntarnos: ¿queremos máquinas capaces de detectar nuestras emociones? y en última instancia, ¿queremos máquinas capaces de interactuar emocionalmente con los seres humanos?  Como señala Rodríguez (2023), nos encontramos ante “un caballo de Troya quizá, al último rescoldo de intimidad del que aún somos dueños; la última frontera entre el mercado y las más inexplorada dimensión de nuestra privacidad”.

Sin embargo, aunque la reflexión no ha hecho más que empezar y da miedo pensar en el futuro, personalmente creo que mientras se pueda amar, mientras las personas seamos capaces de ponernos frente a otra y compartir una cerveza, un trozo de pan o simplemente una mirada y sonreír, creo que hay esperanza. Mientras las personas seamos capaces de empatizar, preocuparnos por otras personas, hacernos con el otro, con sus necesidades y alegrías, hay esperanza.

Las máquinas, podrán leer nuestras emociones, imitar comportamientos, basándose en algoritmos, pero la capacidad de una empatía auténtica y de amar a las demás personas será exclusividad de las personas.

Referencias

williamrestrepo

Nacido en Calarcá (Colombia), me licencié en Psicología en la Universidad Nacional de Colombia y cursé el Master de Educación Especial, así como el DEA en Orientación e Intervención Psicopedagógica en la en la Universidad de Deusto (Bilbao). En mi experiencia profesional, he trabajado en el ámbito de la educación reglada, de la inmigración y desde hace muchos años en el ámbito de la discapacidad intelectual y la enfermedad mental.

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