Somos seres vulnerables con aspiración de no serlo, para ello construimos corazas, muros, imágenes inquebrantables de nosotros mismos, capaces de afrontar cualquier vendaval manteniendo el mando, construimos teorías, enarbolamos discursos con palabras grandilocuentes que tratan de alzarnos por encima del hombro, colocándonos en un más-menos con respecto al mundo, mientras que por dentro la fragilidad es tal que ni podemos hablar de ella, ni siquiera mentar su nombre. Y de estos se sirven quienes de uno u otro modo pretenden manipular o someter a otros a través del ejercicio del poder.
Como decíamos, el miedo es una de las emociones fácilmente evocadas en nosotros, con efectos de congelación pero hay otro gran mecanismo que se convierte en una autopista para la opresión e incluso la anulación de los otros: la despersonalización. La diferencia entre personas en cuanto a su raza, género, religión, y otras tantas características identitarias crean rápidamente categorías en nuestra cabeza, a menudo organizadas en dos polos que se excluyen entre sí. Nos es fácil identificar si una persona pertenece a uno u otro grupo y actuar en consecuencia. Establecemos una dualidad entre nosotros y ellos de una manera asombrosamente fácil, incluso en lo cotidiano. Por ejemplo, entre los que están dentro y fuera del metro. Si estamos dentro y no nos dejan salir, nos asociamos soto voce con quien se muestra también molesto por ello, e incluso tras llegar al andén se cruzan comentarios de tipo. Curiosamente algo similar podría ocurrir entre los pasajeros que van en sentido contrario al interior del vagón. En ese simple acto, han pasado dos cosas importantes que facilitan el enfrentamiento. Una, la polarización de los intereses (yo quiero entrar/salir y ellos me lo impiden), y otra la despersonalización mutua, convirtiendo a los otros en una masa de carne que atravesar sin demasiada consideración, porque se desestima cualquier circunstancia personal. Curiosamente también, esta inercia nos coloca en una posición temerosa ante la agresión potencial, y lejos de la congelación inicial como única reacción posible, la propensión, de nuevo al conflicto.
Como decía una de las frases más famosas de la película Dune, de David Lynch, “El miedo mata la mente”, y la deja a merced de quien considere utilizarla.
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