Después de un día de mierda necesitaba desesperadamente su bar. La cueva dorada que le recibía con la calidez de un vientre materno. La broma ácida de Juanan, mientras le servía la caña sin necesidad preguntar, la retranca de su parroquia, siempre dispuesta al juego del quien da más. Todo aliñado con la música áspera y aguardentosa que fluye de los bafles de madera. Tras beberse la autopista de pura ansiedad y doblar las calles de la ciudad hasta llegar a su rincón dorado, permanece allí en silencio una vez más, mirando impotente la puerta de su ansiado garito, donde ahora, desde hace años, dormita un triste Salón de Té.
Roberto Moso
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