El presidente, con un semblante que delataba largas horas de tortuosa cavilación nocturna, se dirigió a sus atónitos ministros. “Lo he meditado con detenimiento y creo que hemos de actuar con altura de miras: tenemos que aceptar el referéndum. En las actuales circunstancias es lo menos malo. Los principales mandatarios europeos lo ven aconsejable y, desde luego, cualquier otra decisión sería contraproducente. Sé que podemos perder, pero cualquier tentación disuasoria nos llevaría al desastre. Si he de elegir entre la democracia o la imposición no me queda alternativa. Creo honestamente que tenemos dos caminos: el serbio o el escocés”.
Durante unos instantes el gabinete en pleno quedó paralizado por la estupefacción. Entonces comenzaron a oírse las primeras protestas. Todo el mundo se revolvía en su asiento, nadie respetaba turnos de palabra, se alzaron dedos inquisidores, se bramaron acusaciones altisonantes, alguien dio un puñetazo en la mesa y entonces… despertó.
Presa de una angustiosa taquicardia, el presidente comprendió que era una pesadilla. Una pesadilla que en realidad, acababa de empezar.
Roberto Moso
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