No lo podía evitar, odiaba ese puto momento que se acercaba inexorable. Miró con disimulo a su izquierda, una voluminosa señora de florido y pretencioso sombrero miraba al mundo con la cabeza bien alta. Husmeó de reojo a su derecha, un somnoliento anciano con bigote blanco ribeteado de amarillo-nicotina tosía con desgana a precisos intervalos. Ambos le importaban la misma exacta mierda. Entonces llegó el maldito instante: “La paz del Señor sea con vosotros. Daos fraternalmente la paz”. Tendió su mano hacia ellos. Ni se inmutaron.
Roberto Moso
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