Cuando el último aficionado había abandonado el viejo estadio, el operario fue apagando por última vez las luces del tablero que un día parecía tan moderno. Las gradas se vieron sumidas en una densa penumbra, ráfagas de viento helado arrojaban la lluvia contra los agotados asientos. En un rincón de tribuna, las gotas resbalaban sobre las mejillas del siempre digno y grave busto de Pichichi.
Roberto Moso
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