Espinacas con jengibre
Recibí el anuncio por correo electrónico a través de la empresa de colocación on-line a la que me había apuntado hacía meses. Estaba entre otras ofertas, ninguna de las cuáles se correspondía al perfil que yo había descrito en mi currículum: me ofrecían un puesto de soldador tubero con experiencia en dirección de equipos; otro de limpiadora especializada en riesgos laborales; uno de teleoperadora con conocimientos de chino (cantonés) y uno de tramitador de siniestros (contrato de becario, se requiere experiencia demostrable). Los leí casi de refilón, pues tenía mi atención repartida entre los titulares radiofónicos del informativo de las ocho y el ruido de la cafetera a punto de hervir. Me detuve en el titular: Profesora suplente para internado. Lo releí: ya ninguna oferta me sorprendía, pero aquella era, realmente, insólita. Abrí la información para obtener más detalles y apareció:
¡Mujer, decídete! Trabaja en un internado como el de Torres de Malory. Se busca profesora suplente (duración determinada) de lengua castellana para colegio inglés.”
Torres de Malory me transportaba a mi infancia; un lugar lleno de de nombres “chics” e impronunciables (Darrell, Felicity, Mary Lou…) y sándwiches que parecían de lo más apetecible a pesar de que yo no tenía la más remota idea de lo que era la mantequilla de cacahuete o la pasta de pepino. De niña quería jugar al “lacrosse” –sigo sin entender sus reglas– y bañarme en el mar de Cornualles (algo que aún me gustaría hacer).
Así que me inscribí por una referencia nostálgico-literaria… Y, con asombro, recibí con rapidez una convocatoria a entrevista de trabajo. Era en un despacho del barrio barcelonés del Ensanche, en uno de esos pisos que conservan portería con portero, ascensor tronado con puerta de hierro forjado y ese aire de rancia alcurnia. Subí por las escaleras, pensando que por ir a un primero segunda no merecía la pena usar el ascensor. Me equivoqué: no conté con esa antigua costumbre del vestíbulo, entresuelo primera, entresuelo segunda, un descansillo sin puertas, entreplanta y, por fin, mi destino.
Me abrió una mujer de edad indefinida, pelo recogido en un moño como los de antaño, traje con falda y chaqueta grises, de corte inglés. Me sonrió y la seguí a un amplio y elegante despacho donde me hizo sentar en un sofá tapizado en colores granates y dorados frente una mesilla baja en la que habían dispuesto una bandeja con un completo juego de té (tazas, tetera, azucarera y jarrita con leche de porcelana blanca con florecitas de vivos colores) y una fuente con sándwiches con distintos rellenos.
No me atrevía a coger ni a tocar nada. Mi entrevistadora lo intuyó, pues me preguntó si me apetecía un té y si quería leche, azúcar o limón. La verdad es que yo soy más de café, pero respondí “con un poquito de limón, gracias”. Después, alargó los canapés diciendo: “pruebe estos: son de espinacas con jengibre”. Obedecí. Nunca había probado el jengibre. Lo había usado un par de veces, en polvo disuelto en agua muy caliente, como cataplasma para el lumbago, pues un herborista me había dicho que era “mano de santo”. Paladeé el sándwich. Había cachitos de pimiento verde y noté algo de comino e, imagino, que lo que debía ser el jengibre.
Durante la entrevista, algo más de veinte minutos, se interesó por mi escasa experiencia como profesora particular. Aunque le gustó que me interesaran las lenguas románicas (catalán, gallego, algo de italiano) y buscaban profesora de lengua española, le decepcionó mi escaso conocimiento de francés, “una lengua esencial en el internado”, me dijo. Debí imaginármelo; en los libros de internados, las discípulas se dirigen con el trato de mademoiselle a sus profesoras.
Antes de concluir me preguntó por mis gustos literarios. Nunca sé qué contestar a esa cuestión; suelo leer según mis estados de ánimo, las sugerencias de amigos nada académicos y las recomendaciones de algunos blogs. Le dije que me gustaba leer mucho y de todo y que de niña me encantaba Enid Blyton. Me miró en silencio, largamente, sin mostrar agrado o disgusto ante mi confesión. Yo ni me movía. Se levantó, dando por concluida la entrevista y la imité.
En silencio llegamos al recibidor. Antes de abrir la puerta, me dijo, tendiéndome su mano y un papel “creo que no es la persona adecuada, y lo siento, pues usted me ha agradado. ¿Quiere que le dé la receta del sándwich de espinacas con jengibre?”. Musité algo así como que me encantaría y cogí el papel, le estreché la mano y, ya en el pasillo, me giré para preguntarle su nombre.
No quise hacérselo repetir, pero juraría que me dijo Enid Blyton.
RECETA DE SÁNDWINCH DE ESPINACAS CON JENGIBRE
Se hierven las espinacas durante un minuto y, una vez escurridas y secadas, se reservan. En una sartén con aceite de oliva o mantequilla, freímos un par de dientes de ajo, en láminas, y cuatro guindillas o pimientos verdes (por la mitad y sin semillas), sin dejar que se quemen demasiado. Añadimos las espinacas y removemos para que todos los ingredientes se mezclen. Agregamos el jengibre, unas dos cucharadas por kilo de espinacas. El jengibre es mejor que sea del tipo japonés en conserva, troceado. Añadimos sal al gusto. Lo removemos de nuevo y ya se puede servir, entre unas rebanadas de pan de molde o de emparedado. Podemos tostar las rebanadas o pasarlas por la sartén, previamente untadas con un poco de mantequilla.
Enid, no sé si es su toque personal o lo aprendió de alguien, puso algunas semillas tostadas de sésamo entre las rebanadas de pan de molde del sándwich que me ofreció.
Relato de Llum Saumell publicado en la revista literaria "Narrador.es el 7 de julio del 2008.
Os ruego que citéis la autoría y la fuente en caso de reproducción parcial o total. ¡Gracias!
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Probaré el sándwich… ¡Cuántos recuerdos con los Cinco y los Siete! ¡Santa Clara y Torres de Malory!
¡Dios mío! La bestia negra de jengibre me persigue.
Efectivamente, pensé en tí cuando publiqué el post! 🙂