En medio de la marea humana lo vio como en una ráfaga.
Llevaba un canguro azul marino con una pegatina de “Nuklearrik ez”.
Sus ojos estaban cargados de esperanza y lucía una sonrisa franca enmarcada por una barba incipiente.
Trató desesperadamente de abrirse paso entre la masa para hablar con él, para verlo de cerca al menos, pero tras unos minutos de empujones, juramentos y barkatus… se dio por vencido.
Una pena. Estaba seguro, aquel muchacho era él mismo. Hace treinta años.
Roberto Moso
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