Más vello, menos picaduras

Puede que el vello de los seres humanos cumpla la función de evitar las picaduras de insectos ectoparásitos. Esto es al menos lo que han propuesto dos investigadores británicos en un artículo publicado recientemente en la revista Biology Letters.

En “A pleno sol” expliqué el papel tan relevante que ha tenido el sudor en la evolución de la especie humana como mecanismo de termorregulación. La razón de esa importancia es que la evaporación del sudor ecrino constituye el método más efectivo para disipar calor cuando las condiciones ambientales son muy exigentes o cuando el ejercicio físico ocasiona una intensa producción metabólica de calor. Y también expliqué que para que la evaporación fuera realmente efectiva, el grueso pelaje que caracteriza a la mayoría de los mamíferos y entre ellos a casi todos los primates, constituye un impedimento. Por ello está muy generalizada la idea de que la pérdida de ese grueso pelaje ha sido el resultado de una adaptación gracias a la cual ha mejorado sensiblemente la capacidad de la piel humana para disipar calor en la superficie corporal mediante la evaporación del sudor.

Lo curioso del caso es que la pérdida del pelaje en los seres humanos no se ha producido mediante una reducción de la densidad del vello; esto es, no es el número de pelos por unidad de superficie de piel lo que se ha reducido, sino el grosor y longitud de los mismos. Y como consecuencia de ello, la piel humana presenta un aspecto muy diferente de la del resto de primates. Ese aspecto es el que ha conducido a ciertos autores a utilizar expresiones como la de “mono desnudo” (Desmond Morris) para referirse a nuestra especie. Pero el caso es que tenemos vello y, como suele ocurrir, la persistencia de un rasgo como ese es motivo para indagar acerca de las razones de tal persistencia. Nos interesa saber por qué razón conservamos esos pelos tan finos si no cumplen una función de aislamiento térmico, como ocurre en el resto de especies de mamíferos. Y una de las hipótesis que suelen manejarse en este terreno es la relativa a la relación entre el vello (su presencia o ausencia, así como sus características) y la defensa frente a los insectos ectoparásitos.

Tratando de establecer alguna relación entre la presencia y características del vello humano y la capacidad para detectar chinches (Cimex lectularius), los investigadores citados hicieron una serie de experimentos con sujetos (hombres y mujeres) a los que se les ponían chinches en una zona del brazo, sin que ellos supieran en qué momento las colocaban en la piel. En los experimentos se medía el tiempo que tardaban las chinches en disponerse para picar a los voluntarios que se habían ofrecido para hacer el papel de huéspedes, y la capacidad de éstos para detectar la presencia de las chinches en sus brazos. Se utilizaron dos condiciones, piel normal y piel afeitada, y en los experimentos en que no se pretendía realizar tal comparación se estableció si la longitud y densidad del vello incidía en la capacidad para detectar las chinches y en el tiempo que empleaban éstas para disponerse a picar a los huéspedes.

La presencia de vello en la piel hace que se prolongue el tiempo que dedica la chinche C. lectularius a buscar un punto adecuado para picar al huésped, y eso facilita que éste se percate de la presencia de aquella. Según eso, es bueno que la piel tenga vello. Es más, cuanto mayor es el grado de “vellosidad” (un parámetro que combina la densidad de vello y su longitud), mayor es la capacidad del huésped para detectar al parásito. Esto tiene una consecuencia curiosa, porque el grado de “vellosidad”, como es bien sabido, es mayor en hombres que en mujeres, por lo que los hombres detectan mejor las chinches que las mujeres. Los autores del estudio proponen posibles bases adaptativas para esa diferencia, pero lo cierto es que las sugerencias que hacen al respecto me parecen en extremo especulativas.

Hace un siglo se propuso la idea de que la reducción de la densidad del vello corporal pudo haber ayudado a nuestros antepasados a librarse de buena parte de la carga de ectoparásitos con que conviven habitualemente los primates. Sin embargo, y sin negar que, efectivamente, una baja densidad de vello pudo resultar ventajosa al reducir las opciones de los ectoparásitos de esconderse, lo que sugieren los datos de este trabajo es que una eliminación total hubiera dificultado la detección de los mismos. Así pues, parece que la actual densidad y longitud del vello resultan en una configuración adecuada, ya que reducen de manera notable la posibilidad de dar cobijo a chinches y otros ectoparásitos y, a la vez, permiten una rápida localización, más por los hombres que por las mujeres, de esos insectos tan molestos.

La posibilidad de detectar con facilidad la presencia de ectoparásitos no es una cuestión en absoluto menor, por supuesto. Los insectos hematófagos dañan la piel al provocar irritación y reacciones alérgicas y, lo que es más importante, riesgo de transmisión de patógenos que pueden ser muy peligrosos. Y por ello es lógico pensar que se hayan podido desarrollar adaptaciones que evitan el ataque de estos insectos o ayudan a detectar su presencia para acabar con ellos o ahuyentarlos. Sin embargo, si consideramos la cuestión en términos de presiones selectivas, creo que las necesidades derivadas de la termorregulación son mucho más poderosas que la conveniencia de evitar la picadura de insectos. Y en todo caso, sería un error atribuir a uno u otro factor, con carácter exclusivo, la causa de la apariencia humana de desnudez. Soy de la opinión que las necesidades termorreguladoras fueron la causa principal de la apariencia de desnudez, pero que la pérdida de “vellosidad” que ello supuso pudo también resultar valiosa como medio para combatir a los ectoprásitos hematófagos.

Fuente: Isabelle Dean y Michael T. Siva-Jothy (2012): “Human fine body hair enhances ectoparasite detection” Biology Letters 8: 358–361 (doi:10.1098/rsbl.2011.0987)

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