La rebelde libertad de este miembro

Montaigne

Tienen razón los que ponen de manifiesto la rebelde libertad de este miembro que tan inoportunamente se entromete cuando menos falta hace y tan inoportunamente desfallece cuando más falta nos hace; que tan imperiosamente discute la autoridad de nuestra voluntad y con tanto orgullo y obstinación rechaza nuestros ruegos mentales y manuales. Sin embargo, si contra los ataques que se le hacen por su rebeldía justificando así su condena, hubiérame pagado para abogar por su causa, quizás sospecharía de los otros miembros de haber levantado contra él premeditadamente esta querella, por pura envidia de la importancia y dulzura de su uso, y de haber armado una conspiración para poner al mundo en su contra cargándole a él malignamente con las culpas de todos. Pues os pido que penséis si existe parte alguna de nuestro cuerpo que no le niegue a menudo a nuestra voluntad su actuación y que no la ejerza a menudo contra nuestra voluntad. Tiene cada una sus propias sensaciones que la despiertan y adormecen sin nuestro consentimiento. Cuántas veces no revelan los forzados movimientos de nuestro rostro, los pensamientos que manteníamos en secreto, traicionándonos ante los asistentes. Esta misma causa que anima este miembro, anima así mismo sin que lo sepamos, el corazón, el pulmón y el pulso, pues la vista de un objeto agradable enciende imperceptiblemente en nosotros la llama de una febril emoción. ¿No existen acaso esos músculos y esas venas que se levantan y se acuestan sin permiso no sólo de nuestra voluntad sino ni siquiera de nuestro pensamiento? No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestra piel que se estremezca de deseo o de temor. Dirígese a menudo la mano a donde no la enviamos. Trábase la lengua y paralízase la voz a su vez. El apetito de comer y de beber no deja de excitar las partes que de él dependen cuando por no tener nada que llevarnos a la boca, prohibiríamoslo gustosamente, ni más ni menos que este otro apetito, y nos abandona con la misma inoportunidad, cuando bien le parece. Los aparatos que sirven para descargar el vientre, tienen sus propias dilataciones y contracciones, con independencia de nuestra opinión e incluso contra ella, como los destinados a descargarnos los riñones. Y aún cuando para revalorizar el poder absoluto de nuestra voluntad, alegase San Agustín haber visto a alguien que ordenaba a su trasero tantos pedos como quería y aún cuando su glosador Vives fuese más lejos con otro ejemplo de su época de pedos organizados según el tono de los versos que se recitaban, ello no supone tampoco la pura obediencia de este miembro; pues, ¿acaso existe otro por lo común más indiscreto y escandaloso? Además sé de uno tan turbulento y rebelde que tiene a su amo sin aliento tirándose pedos constantemente y sin remisión desde hace cuarenta años, llevándole así a la muerte. Y quiera Dios que solo sepa por las historias cuántas veces nos lleva el vientre hasta las puertas de una muy angustiosa muerte por negarnos a un solo pedo; y ojalá que el emperador[1] que nos dio libertad para tirarnos pedos por todas partes, nos hubiera dado el poder para ello.

Mas ¡con cuánta mayor verosimilitud podemos tachar a nuestra voluntad, por cuyos derechos ponemos por delante este reproche, de rebelión y de sedición, por su desenfreno y desobediencia! ¿Acaso quiere siempre lo que querríamos nosotros que quisiera? ¿No quiere a menudo lo que le prohibimos querer con evidente perjuicio para nosotros? ¿Déjase acaso llevar a las conclusiones de nuestra razón? En resumen, diré a favor de mi defendido que es fácil considerar que, estando su causa en este hecho, inseparablemente ligada a un cómplice e indistintamente, se acusa, sin embargo, sólo a él y con argumentos y cargos tales , que vista la condición de las partes, no pueden pertenecer ni concernir e modo alguno a dicho cómplice. De donde se deduce la animosidad e ilegalidad manifiesta de los acusadores. Sea como sea, por mucho que los abogados se querellen y los jueces sentencien, la naturaleza seguirá su camino, aun cuando solo habría hecho justicia si hubiera dotado a este miembro, autor de la única obra inmortal de los mortales, de cualquier particular privilegio. Por ello es para Sócrates acción divina la generación; y el amor deseo de inmortalidad y demonio inmortal él mismo.

Michel de Montaigne (Ensayos; Libro I; capítulo XXI: “De la fuerza de la imaginación”)

 

Michel de Montaigne describe en esos párrafos, grosso modo, las funciones denominadas autónomas, las que dependen del sistema nervioso autónomo. Él no sabía tal cosa, por supuesto, pero lo intuía. Era en la segunda mitad del siglo XVI, en pleno Renacimiento, y un poco antes del advenimiento de la Ilustración.


[1] Se trata de Claudio, según Suetonio (Vida de Claudio).

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